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CORRIENTES Y DESAHOGOS
Columna
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De lo creativo a lo recreativo

John Baldessari, uno de los fundadores del arte conceptual, presente en una muestra antológica del Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona, dispensa oralmente una dosis de lucidez repartida ya como un lenitivo cultural por todo el mundo. Esta píldora de la felicidad consiste en asumir -como él declara- que todo y nada es arte. O que "arte es aquello que dicen que es arte los artistas" (E. H. Gombrich). Las obras se ven, se huelen, se admiran, se escudriñan o se pasa de largo. No pasa nada.

Harto de la disquisición entre arte y no arte, "intenté", dice Baldessari, "ser un no-artista". Intentó, a lo largo de sus 81 años, desprenderse de esa cruz. Los artistas, adorados tras la Ilustración, fueron tenidos por "creadores", a imagen y semejanza de Dios. O de Cristo, su Hijo: se crucificaban, enfermaban, morían jóvenes y dignificaban a la Humanidad mediante la inmolación de sus vidas, desgarradas pero salvíficas.

Casi todos los santos que abatió la razón ilustrada fueron reemplazados por figuras encarnadas en artistas: santos laicos, sujetos de diferentes sevicias y de asombrosa inspiración. Mientras la mayoría de los mortales iban a trabajar, ellos se dirigían a crear; mientras los más notables de los demás trabajadores tenían sólo ideas, ellos recibían inspiración.

En consecuencia, el artista ha sido apreciado como un ser elegido y excepcional cuyas prerrogativas divinas llegaron junto a pesados deberes, unos referidos a la exigencia interior de la obra y otros, respecto a la crítica.

Harto, John Baldessari decidió salir de esta tabarra y hacerse un "no-artista". Muchos otros han aspirado a esta sana condición y, con el declive de la modernidad, pintores, escultores, instaladores, performadores, han pedido desesperadamente ser tratados como un trabajador más.

Es el caso que contaba Susan Sontag de Wim Wenders cuando ella -tan europea- le preguntó, en Los Ángeles, qué hacía un gran director alemán en un lugar inculto. A lo que Wenders respondió: "¡No sabe usted qué alivio es encontrarse en un sitio sin cultura!".

Los europeos, y tanto más cuanto más "ilustrados", han soportado esta feligresía cultural dentro de la cual era preciso distinguir entre el arte y el no arte, entre la culta y la inculta novela, entre el verdadero artista y el impostor. Ser culto conllevaba prestar culto al autor pero, además, una vigilancia sobre los camuflados, una fina preparación gastronómica (tener buen gusto) y, finalmente, manejar un lenguaje lo bastante oscuro (¿oculto?) para referirse al creador. Una tarea, en fin, de esclavos.

Actualmente, sólo en Madrid, se encuentra Miquel Barceló en CaixaForum, impresionistas y no impresionistas en Mapfre, el vorticista Wyndham Lewis en la March, exposiciones en Bellas Artes, en La Casa Encendida, en las cien galerías del Consorcio, etcétera, etcétera. Pero, además, la próxima semana abre Arco y tres ferias paralelas más en ascensión.

No podrá decirse que haya decaído el espectáculo ni que el arte se encuentre exangüe. Hay obras para ver y vender. Obras para disfrutar, reír, morder o pasar el rato. Pero ahí empieza y termina prácticamente todo.

Hace tiempo que la radical quema de los templos artísticos, como hizo Baldessari con su obra anterior a 1970, los ha convertido en montones de ceniza. Lo que llegó posteriormente, lo que se encuentra en la actualidad, bueno o malo, enrevesado o banal, no es sino entretenimiento audiovisual. Los artistas han dejado de ser los sagrados gurús y su tarea, liberada de la tremenda, trascendente y teologal misión de lo creativo, ha logrado, por fin, el soleado universo de lo recreativo.

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