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UNIVERSOS PARALELOS
Columna
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Una epopeya del rock

Diego A. Manrique

En 1971, los Rolling Stones huían de Londres. Les mordían el culo los recaudadores de impuestos. Y un mánager que, tras quedarse con todas sus canciones de los sesenta, quería zamparse los derechos de temas todavía inéditos. Se refugiaron en la Costa Azul, donde realizaron lo esencial de Exile on Main Street, la grabación más mitificada del rock. Un disco hecho a pesar de la gendarmería francesa, los mafiosos marselleses y, sobre todo, sus propios vicios.

Mañana, Universal reedita Exile on Main Street en versión adecentada, con la opción de conseguir una decena de cortes inéditos y material audiovisual. Es la venganza de Mick Jagger, cuya sensibilidad profesional le indispuso contra el Exile original, de sonido pantanoso y elaboración tortuosa. En 1972, el doble elepé alcanzó el número uno pero Jagger no ocultó sus reservas: "Es muy disperso... Conviene escucharlo en pequeñas dosis. No se puede tocar en directo".

Un grupo pierde su eficiencia si depende del biorritmo de un yonqui

En la otra esquina se sitúa Keith Richards, que considera Exile un triunfo personal: "Hasta arriba de caballo, y fui capaz de sacar adelante un doble disco". Habla en primera persona: aunque llevaban canciones registradas en Inglaterra (y el disco se remataría en Los Ángeles), el tono general se definió en Nellcôte, la mansión que Keith alquiló. Dado que el resto del grupo vivía desperdigado, aquello se convirtió en un inmenso piso franco para todos, obligados a esperar a que el señor de la casa saliera de su paraíso narcótico y se dignara bajar al sótano que servía de estudio de grabación.

El sótano era infernal: solo Charlie Watts, detrás de su batería, tenía derecho a ventilador. El palacio no estaba preparado: vampirizaban la energía eléctrica de los cercanos ferrocarriles franceses. Aún así, el presupuesto de Nellcôte se acercaba a los 7.000 dólares semanales, con cantidades industriales de drogas y alimentos para docenas de personas.

En su papel de jefe de la caravana de gitanos, Richards abrió las puertas a amigos y desconocidos. Temeroso de los delincuentes locales, Richards decidió contratarlos. Los íntimos y los parásitos asistieron en primera fila a dramas conyugales: Anita Pallenberg se paseaba semidesnuda, quejándose del desinterés sexual de Keith.

Tampoco andaba muy fino Keith. Quería comprar el yate de Errol Flynn y se acercaba a los barcos anclados, militares o civiles, para preguntar a los marineros si tenían hachís u opio. Sus salidas en coche solían terminar en grescas que se arreglaban soltando dinero. La policía local, acostumbrada a excentricidades de millonarios, fue altamente tolerante. Sólo se presentó cuando, tras un intento de chantaje, Keith y Anita fueron denunciados. Nellcôte suponía un irresistible imán para traficantes y ladrones. Sufrieron varios robos, incluyendo la dolorosa desaparición de una docena de guitarras.

Y aún así, brotó la música. Eran canciones sucias, espesas, intensas: Happy, Rocks off, Rip this joint, Casino boogie, Ventilator blues... Hasta que la llegada de los uniformados provocó la desbandada. Todos pusieron cara de inocentes: la responsabilidad de los escándalos recayó en Anita y Keith, que terminaron procesados en Francia. Jagger volvió a coger el timón y trasladó el circo a California, donde intentó iluminar las cintas del sótano y se grabaron temas más melódicos.

Aún así, Jagger lleva Exile on Main Street clavado en la memoria. Tiene motivos. Fue cuando los Stones perdieron la eficiencia como grupo de estudio. Mandaban los biorritmos de un Keith dependiente de las drogas, esclavo de su perturbadora leyenda (hasta entonces, estaba eclipsado por Mick y Brian Jones). La baja productividad de unos Stones endiosados hubiera escandalizado a Muddy Waters y demás maestros de la banda. Eso explica su eterna reticencia a publicar descartes, tomas alternativas, experimentos: prefieren que sus métodos de trabajo queden en la sombra. Vergüenza torera, quizás.

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