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LLÁMALO POP
Columna
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Cuando éramos salvajes

Diego A. Manrique

Ni en vivo ni en televisión. Creo que nunca llegué a ver en acción a Los Salvajes. Hablo del grupo original, que se rompió en 1969. En mi mente de crío, quedaron como gigantes hirsutos, alienígenas del Planeta Pop. Sabía que venían del Poble Sec barcelonés y eso acentuaba su otredad: ¿de verdad que semejantes bárbaros compartían origen con Joan Manuel Serrat? Pero Los Salvajes habían pasado épicas temporadas en Alemania -¡como los Beatles!- y allí, suponíamos, adquirieron su sonido duro, sus ropas psicodélicas, sus instrumentos de primera, quizá hasta su sitar hindú.

Los Salvajes traducían con ferocidad los hits de los Stones, el Spencer Davis Group o los Troggs. Pero también firmaban piezas humorísticas -Soy así, Es la edad, Mi bigote- en defensa del derecho al inconformismo indumentario y la expresión decibélica. Alegatos escondidos en vinilos de cuatro cortes, que apenas se radiaban; más que llamadas a la insurrección, eran barricadas contra la presión del franquismo ambiental.

Calculábamos que detrás estaba gente rebelde, consciente del hecho diferencial de la juventud. Bien, no era tan sencillo. Busquen Los Salvajes y yo: nuestra salvaje historia, el libro de Gaby Alegret que publica Lenoir Ediciones. En cuanto a memorias musicales de los sesenta, ninguna tan minuciosa: el cantante reconstruye el día a día de un conjunto, desde las formas de adquirir equipo a las peleas con el Sindicato Vertical y los altivos músicos con carné.

Los Salvajes y yo confirma que hubo mucho sexo pero tritura otros mitos que habíamos construido sobre el esqueleto de sus grabaciones (reunidas en Sus singles y EPs en La Voz de su Amo, 1965-1969, doble compacto de Rama Lama). Aquellos "conjunteros" carecían de conciencia política: aficionados al tiro, se afiliaron a Falange para poder practicar su deporte.

Su sentido del compañerismo también dejaba que desear: cuando un "salvaje" iba a la mili, era reemplazado y no se le guardaba el puesto. Oyeron el rumor de que un poderoso representante -Lasso de la Vega- libraba a los artistas del servicio militar, gracias a su relación con el cardiólogo Martínez-Bordiú, pero no se les ocurrió probar esa vía.

Su indefensión respecto a la discográfica era total. EMI les veía como versioneros y sólo admitía un tema original por cada tres canciones ajenas. La idea de desarrollar un repertorio propio era anatema para la compañía y ellos tampoco pelearon mucho. Cuando el oído del público se habituó a los éxitos en inglés, desapareció su hueco en el mercado. Un giro hacia el soul, incorporando metales, no evitó la decadencia. Contra toda lógica, les pusieron a cantar baladas de los Bee Gees.

Tan tibia voluntad creativa se sumaba a su ingenuidad en el negocio: bajo cuerda, pagaban el 10% de sus actuaciones a un empleado de EMI que les garantizaba acceso a los medios (¡!). Aquel caradura les convenció para que no saltaran a Sonoplay, sello madrileño que ofrecía condiciones económicas más generosas y un plan de relanzar su carrera. Error fatal: un año después, Los Salvajes dejaron de existir.

Hubo prórroga, ya se sabe. En 1979, se reunieron y, más o menos, siguen en activo. Son idolatrados por los mods y otros fanáticos de sonido sixties; su imagen ilustra recopilaciones internacionales. Al final de Los Salvajes y yo, Gaby se plantea jubilarse. Sin mucha convicción.Los alegatos del grupo de Poble Sec eran barricadas contra la presión del franquismo

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