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ÍDOLOS DE LA CUEVA
Columna
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Para esposas y sirvientes

Manuel Rodríguez Rivero

El 20 de octubre de 1960 se abría en el Old Bailey el proceso por obscenidad contra Penguin Books a cuenta de El amante de Lady Chatterley, la novela que D. H. Lawrence había publicado en Florencia en 1928 y de la que hasta entonces no se había editado una versión sin expurgar en el Reino Unido. La acusación se basaba en la Obscene Publication Act (1959), una ley represora y anacrónica que, sin embargo, abría una puerta a los editores si estos demostraban que las obras objeto de persecución ostentaban "mérito literario". A eso se emplearon la defensa y un equipo de testigos en el que figuraban escritores y críticos como E. M. Forster, Rebecca West, Richard Hoggart o Raymond Williams. Por su parte, la acusación se esforzó en probar la obscenidad de la novela subrayando la impropiedad de su lenguaje, en el que constantemente se empleaban "impublicables palabras de cuatro letras", como fuck (follar), cunt (coño), cock (polla) y otras igualmente perniciosas e inaceptables. En un país en el que las costumbres sociales y las normas de comportamiento habían cambiado radicalmente, los alegatos de la fiscalía resonaron en la sala trasnochados y absurdos, así que cuando el pomposo magistrado Griffith-Jones preguntó retóricamente al Jurado (9 hombres y 3 mujeres) "si ese era el tipo de libro que desearían que leyeran sus esposas o sus sirvientes", los de Penguin supieron que tenían ganado el juicio.

Lo que hoy queda de 'El amante de Lady Chatterley' son esos "méritos literarios" que tuvieron que demostrar sus editores hace 50 años

De modo que aquella didáctica novela, en la que D. H. Lawrence (1885-1930) arremetía (según su costumbre) contra las rigideces morales del victorianismo, no pudo ser adquirida libremente por sus compatriotas hasta tres décadas después de su primera publicación. Mediante la historia de amor adúltero de la reprimida Constance Chatterley y el "salvaje" guardabosques, Lawrence pretendía celebrar el poder regenerador de la pasión frente a los convencionalismos sociales y las imposturas del intelecto. En una sociedad en la que el sexo era prácticamente innombrable, la exaltación del amor físico, reforzada por el uso de lenguaje tabú, suponía un auténtico revulsivo, aunque no fueran muchos los que entonces pudieron leerla. El binomio John Thomas y Lady Jane, que era como Constance y Mellors habían bautizado a sus genitales en su jerga de alcoba, se convirtió en una especie de estandarte de la liberación. Pero en 1960 el mensaje revolucionario del libro (en el que también podían escucharse ecos de la situación social de la Gran Bretaña de los veinte) llegaba un poco tarde, y buena parte de su retórica sonaba tan desfasada como los alegatos del fiscal. Y, sin embargo, el libro -excelente traducción de Torres Oliver en Alianza- tuvo su papel en la difusión de la "revolución sexual" entre las clases medias. En 1967 -en plena era del Swinging London- Philip Larkin lo constataba en su irónico poema Annus mirabilis: "El acto sexual empezó / en mil novecientos sesenta y tres / (bastante tarde para mí) /, entre el fin de la prohibición de Chatterley / y el primer LP de los Beatles".

En cuanto a los demás componentes "escandalosos" de la novela, como los derivados de la relación interclasista de sus protagonistas -quizás inspirada por la muy cotilleada, aunque presunta, aventura de Lady Ottoline Morrel con el cantero que restauraba los plintos de sus estatuas-, también habían perdido fuerza subversiva en la mezclada Inglaterra de los sixties. De manera que, a partir de entonces, las etiquetas de "escritor erótico" o "subversivo", que tanto habían perjudicado a su autor, comenzaron a diluirse, permitiendo una lectura más equilibrada de su novela más famosa. Como ocurre con casi todos los libros en un momento censurados o prohibidos, lo que hoy queda de El amante de Lady Chatterley son, sobre todo, sus "méritos literarios". Los mismos que tuvieron que demostrar sus editores hace 50 años.

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