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ÍDOLOS DE LA CUEVA
Columna
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En la estela de 'B 42'

Manuel Rodríguez Rivero

Las narraciones sobre el pasado tienden a elaborarse desde determinados focos que presumimos significativos. Los utilizamos como puntos de referencia para evitar la dispersión, para centrar el relato. Solemos pensar, por ejemplo, en la invención de la imprenta a partir de la Biblia de Gutenberg, también llamada "de 42 líneas", una versión de la Vulgata impresa en Maguncia a mediados del siglo XV y de la que se conserva una veintena de ejemplares en todo el mundo. Su fuerza icónica se basa -además de en su belleza y perfección técnica- en el aura que le confiere su consideración de objeto fundacional.

Olvidamos que esa Biblia es, en realidad, un punto de llegada, y no un comienzo. Pero solo se hace historia a partir de lo que sobrevive a los naufragios de la historia: lo que queda, lo que se archiva, lo que alguien alguna vez escondió (o atesoró) en alguna parte, y alguien encontró (buscándolo o no) en un momento del futuro. Andrew Pettegree rastrea en The book in the Renaissance (Yale University Press) esos otros "impresos" que surgieron de la imprenta antes que la Biblia y los incunabula, y sobre los que, en definitiva, se ejerció el "prueba y repite" imprescindible en toda innovación tecnológica que busca mercado. Porque esa es otra: a menudo se inventa sin saber muy bien para qué y a quién va a servir lo inventado. En Europa, a mediados del siglo XV, no era una cuestión baladí. Los libros anteriores a la imprenta se publicaban bajo demanda más o menos conjeturable y previsible. A partir del invento de Gutenberg el reto era el mismo que se plantean los departamentos de mercadotecnia de hoy: cómo conseguir que la gente compre un producto que ni quiere ni sabe que necesita, y que, además, resulta caro. Más aún: cómo y con qué tipo de productos podría rentabilizarse un invento que permitía fabricarlos en serie y en tiempo récord.

Fráncfort ha vibrado con las ofertas digitales. No hay que preocuparse demasiado: las nuevas tecnologías no acaban con las antiguas

Claro que se consiguió. Pettegree aclara que lo que permitió a los impresores salir adelante fue la consolidación y ampliación de un mercado ya existente a partir de tecnologías que la imprenta iba a dejar obsoletas: el de las hojas volanderas, avisos, folletos litúrgicos y piadosos, impresos para adquirir indulgencias (con Lutero este subsector de la edición experimentó una fuerte caída), delgados silabarios para el aprendizaje y otros materiales para las escuelas, etcétera. Publicaciones efímeras y desechables de las que han sobrevivido muy pocos ejemplares, pero que fueron las que permitieron a los impresores-editores salir adelante. B 42 (la Biblia de Gutenberg en la jerga de los historiadores del libro) fue el primer artículo de lujo de la nueva tecnología.

He pensado en ello durante la última Feria de Fráncfort, el mayor (y todavía imprescindible) mercado internacional del libro. Al igual que en otras ciudades alemanas de entonces, fue aquí donde, en 1455, se presentaron -para promocionarla y sondear el mercado- unos pliegos impresos de la famosa Biblia de 42 líneas. Uno de los que pudieron verlos -y tocarlos- fue el cardenal Eneas Silvio Piccolomini, futuro papa Pío II, que en carta al cardenal Carvajal, elogiaba la legibilidad de los tipos con entusiastas palabras que hoy consideraríamos un reclamo publicitario: "Su eminencia sería capaz de leerlos sin esfuerzo, e incluso sin gafas".

En esta edición, Fráncfort vibraba de ofertas digitales. No hay que preocuparse demasiado: hablando en términos históricos, las nuevas tecnologías no acaban (totalmente) con las antiguas cuando estas son excelentes. Y sabemos que el libro de papel es un invento perfecto. Los otros aún se están abriendo camino y mercado: la gente todavía no sabe para qué los quiere y si (realmente) los necesita. Pero lo sabrá pronto. Esperen a que bajen más los precios de los lectores y ya verán (y leerán).

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