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UNIVERSOS PARALELOS
Columna
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El falso rapero era policía

Diego A. Manrique

Parece sacado de The wire, la serie televisiva de David Simon. En Washington se abrió el estudio de grabación Manic Enterprises. Lo llevaba Richie Valdez, un rapero que hizo correr la voz de que compraba armas y drogas, aparte de prestarse para cualquier negocio sabroso.

Había truco. Richie Valdez era un sargento de policía, habituado a los trabajos clandestinos. Hasta el apodo estaba meditado: en el mundo real hay otro Richie Valdez, cantante de salsa. Si alguien buscaba "Richie Valdez" en Internet, salían millón y medio de resultados. Suficientes para disuadir al maleante más paranoico.

Manic Enterprises no grababa música. Equipado por el ATF (departamento que supervisa el comercio de alcohol, tabaco y armas de fuego), el estudio estaba montado para grabar sonido e imagen de los malotes ofreciendo sustancias ilegales, armamento (incluyendo lanzacohetes) o silenciadores.

Las noticias invitan a reflexionar sobre la identificación entre 'hip-hop' y delincuencia

La superchería se mantuvo hasta que se detectó que una pandilla pretendía asaltar el estudio, convencida de que sería un golpe rentable. Se adelantó el final de la operación, que se saldó con setenta detenciones y la incautación de 161 armas más siete millones de dólares en drogas.

La crónica del Washington Post me hace reflexionar sobre la identificación entre hip-hop y delincuencia. Soy admirador de George Pelecanos, precisamente guionista de The wire y Treme. Las novelas de Pelecanos transcurren en Washington y desembocan en enfrentamientos tipo western de héroes contra villanos. Con la particularidad de que sus buenos escuchan exquisitos discos de soul clásico mientras sus malos están siempre con el rap a tope.

Aquello me resultaba maniqueo, una simpleza para criminalizar una música y sus oyentes. Ahora, ya no estoy tan seguro. Obviamente, no todos los consumidores del gansta rap comparten esas vivencias rimadas ni aprueban sus enseñanzas. Pero algo huele a podrido cuando tantos raperos llevan hierros o séquitos de gatillo fácil. A final de año, se confirmaba la condena a cadena perpetua de un rapero ilustre de Nueva Orleans, C-Murder, que disparó a un fan de 16 años en una pelea nocturna.

Estos días circula por la red el expediente de Ol' Dirty Bastard, aquel desequilibrado miembro del Wu-Tang Clan que murió de una sobredosis. Asombra descubrir que el FBI pensó desmantelar el Wu-Tang Clan, seguramente el colectivo más dotado del hip-hop. Los federales pretendían invocar la ley RICO, utilizada contra las familias mafiosas. Según ellos, aparte de su prolífica faceta musical, el WTC está "fuertemente implicado en venta de drogas, posesión de armas, asesinatos, robo de coches y otros delitos violentos".

Exageran... ¡Creo! Hace veinte años, un servidor estaba en Nueva York filmando un concurso de rap donde actuaban varios futuros miembros del Clan. Desde el palco donde se situó la cámara, me lanzaron un cable para enchufar en la mesa de mezclas. Se me escapó, se balanceó y, como un latigazo, impactó en la cara del rapero más intimidante de todos. Juro que se hizo un silencio mortal. Murmuré mis disculpas mientras retrocedía. Me escondieron en la oficina de la organización hasta que aquel gigante se hartó de buscarme.

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