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El globo vuelve a volar alto

Led Zeppelin triunfa 27 años después de su separación

Iker Seisdedos

La tentación era grande. Se habría disculpado empezar por un paralelismo entre el concierto que la mítica banda de rock de Led Zeppelin dio el lunes, 27 años después de la última vez, y la vuelta a Londres, en forma de exposición, de Tutankamón. Después de todo, compartían el monstruoso recinto multiusos del O2 Arena, junto al Támesis.

O se podría uno abandonar al modo en el que la banda (o lo que queda de ella; el batería John Bonham murió en 1980) retorció, aulló, distorsionó e hizo añicos el repertorio clásico del grupo, como la gran banda de rock que solía ser antes de convertirse, a finales de los setenta, en una parodia de sí misma.

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Para cuando la banda atacó, pasadas las diez de la noche y con el estruendo acostumbrado, Black dog, segundo tema de la velada, las guitarras imaginarias empezaron a echar humo. Y pocos entre los 18.000 muy afortunados asistentes llegados de 50 países, recordaban ya quién les había convocado el lunes al enorme recinto, de acústica dudosa y forma de ovni (una silueta afín al imaginario de una banda con nombre de globo aerostático).

Todo era en realidad un homenaje benéfico a Ahmet Ertegun (1923-2006), turco elegante y de enorme mundo, fundador en 1947 de Atlantic Records, y descubridor a finales de los sesenta de Led Zeppelin. Organizado por Mica, su severa viuda, que desfiló con el resto de los VIP (Naomi Campbell incluida), la velada debía haber sido un canto al olfato de Ertegun (a él se debe gran parte del mejor jazz, soul y pop de todos los tiempos), hasta que Led Zeppelin entró en la ecuación y la sombra de la mayor banda de los setenta lo ensombreció todo. "Han sido seis semanas de ensayos e intensos sentimientos. Y todo una vez más se lo debemos al bueno de Ahmet", bramó Robert Plant, cantante, cuando la traca inicial dejó lugar al respiro.

Todo lo que la prensa inglesa había escrito sobre el mayor concierto de rock del milenio, resultaba menos grandilocuente que de costumbre. La fiebre se había desatado cuando los miembros vivos de Led Zeppelin (Plant, el guitarrista Jimmy Page y el bajista John Paul Jones) habían declarado que la reunión se reduciría al concierto de Londres. Nada de triunfales giras para el año que viene. Antes de que se demuestre lo contrario. Se calcula que hubo millones de solicitudes para conseguir por sorteo una de las 18.000 entradas. A 180 euros cada una, resulta un negocio de más de tres millones. Si aún no siente mareo, debería saber que el lunes a las puertas del O2 se pedían hasta 1.000 euros en la reventa.

Por todo ello, no costaba adivinar en las caras ateridas por el frío la satisfacción de los elegidos. Los asistentes a esta epifanía blindada (la seguridad supuestamente iba a rozar lo legendario, aunque luego los móviles fotografiaron a gusto) eran de todas las edades. Desde los que pudieron asistir a la mítica gira de 1969, hasta los que no habían nacido cuando la banda se disolvió en 1980.

Aunque los números que importaron fueron de otra clase. La banda tocó durante dos generosas horas. Canciones y punteos largos, de la mejor tradición, marca de la casa. "Es difícil construir el perfecto repertorio a partir de 10 discos. Pero hay temas que no pueden faltar, como éste", explicó Plant antes de tocar Dazed and confused, durante el que Page punteó como en los buenos tiempos, con un arco de violín.

Después llegarían otras canciones que nadie quería ver fuera. Stairway to heaven (y con ella, la guitarra de dos mástiles de Page), Kashmir, Rock and roll, Good times, bad times.

Con cada cabalgada del bajo de Jones, los aficionados sintieron 27 años esfumarse. Los que habían pasado desde la muerte, ahogado en su propio vómito (nobleza del rock obliga), del batería John Bonham. Las baquetas las cogió el lunes su hijo Jason, que no exhibió la pegada de su padre, más que un batería, una fuerza de la naturaleza.

Tampoco se vieron algunas de las maneras de Robert Plant. A sus 59 años no va por ahí con camisas abiertas hasta el ombligo. No se arquea, no cierra los ojos ni asiente, como solía, en los punteos de Jimmy Page. Aunque sí defiende el tipo capaz de decir mil veces love como si fuese la primera.

Page fue, como siempre, la fundación del grupo. El timón que condujo la máquina a base de riff. Incluso por el blues, el lugar en el que como decía Ertegun empieza y termina todo. Hasta ellos, que fueron una gran banda del género, mucho antes de inventar el hard rock, vender 300 millones de discos, antes de los solos de batería de 19 minutos y el montón de amor de Whole lotta love (que llegó con los bises). Y, sobre todo, antes de que el rock fuese tan mayor como para existir las reuniones de viejas bandas.

Cuando a las 0.15 todos habían sobrevivido a tanta expectación, nadie pensaba en Tutankamón. Las momias del rock habrá que buscarlas en otras reuniones. De las que tanto abundan últimamente.

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Sobre la firma

Iker Seisdedos
Es corresponsal de EL PAÍS en Washington. Licenciado en Derecho Económico por la Universidad de Deusto y máster de Periodismo UAM / EL PAÍS, trabaja en el diario desde 2004, casi siempre vinculado al área cultural. Tras su paso por las secciones El Viajero, Tentaciones y El País Semanal, ha sido redactor jefe de Domingo, Ideas, Cultura y Babelia.

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