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ÍDOLOS DE LA CUEVA
Columna
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Un hombre del Sur

Manuel Rodríguez Rivero

El 4 de enero de 1960 -el lunes hará medio siglo- el Facel Vega que Michel Gallimard conducía a bastante velocidad hacia París patinó en el humedecido asfalto y fue a estrellarse contra un árbol del borde de la carretera. El editor tardó unos días en morirse, pero su copiloto, Albert Camus, perdió la vida instantáneamente a consecuencia de la fractura de cráneo que le provocó el tremendo impacto.

En contra de una opinión muy difundida, a Camus no le gustaban los automóviles, y menos aún la velocidad. Nadie lo hubiera dicho. Premio Nobel (1957) a los 44, autor de algunos de los libros más vendidos en la Francia de posguerra ("a partir de los 20.000 ejemplares empieza el malentendido", solía decir refiriéndose al éxito de sus obras), dramaturgo, ensayista, polémico analista de política nacional e internacional, figura ideológicamente controvertida y odiada en los dos extremos del arco político, aquel "francés de Argelia" (más tarde habría sido llamado pied-noir) seductor y vitalista, y a quien se ha caracterizado como "socialdemócrata de razón y libertario de corazón", ha dejado una huella indeleble, y cada día más evidente, en la cultura literaria y política de nuestro tiempo.

Hoy, cuando los intelectuales pesan tan poco en el debate público, Camus se agiganta. Leerlo sin prejuicios es una restitución

Ahora, tras el intento de "reapropiación" de su memoria por un Sarkozy hambriento de pedigrí intelectual, Camus disfruta de un reconocimiento mucho más amplio del que gozó en el displicente purgatorio en el que lo confinó la izquierda comunista en los sesenta y setenta, aún hipnotizada por el eco impostado de aquel Octubre que iba a engendrar al "hombre nuevo", y que acabó despertando horrorizada y confusa ante los osarios de Pol Pot. El compromiso de Camus fue siempre con el hombre, no con su concepto: por eso odiaba lo que representaba Netcháev, el fanático terrorista retratado por Dostoievski en el Piotr Verhovenski de Demonios. Y, por eso, Camus resulta hoy más vivo que Sartre.

Para Camus, siempre situado a la izquierda (hay quien piensa que "a pesar de él y a pesar de ella"), la vida merecía ser vivida, aunque el absurdo hubiera suplantado a la antigua esperanza en Dios o en la Razón. El Mediterráneo -el Sur- era el precario paraíso en el que podía conjurarse, al menos durante un instante, la terrible verdad que nos recordaba su Calígula: los hombres mueren y no son felices. Quizás por eso España -una España sureña y mitificada en la que creía ver concentradas todas las virtudes del Mediterráneo y de sus "hombres libres" (los que aman la vida porque conocen y aceptan su lado oscuro)- fue una de sus grandes obsesiones.

Profundo conocedor de nuestra cultura, se comprometió como pocos intelectuales con la causa de la República y, tras la derrota, con el antifranquismo. Pero su obra no gozó aquí de una recepción normal. Prohibida durante los años más oscuros de la dictadura, las primeras traducciones fueron publicadas por editoriales latinoamericanas (La peste, por Rosa Chacel, apareció en Sur en 1948, y El extranjero, por Bonifacio del Carril, en Emecé en 1949). Luego, cuando su obra ya circulaba con relativa normalidad (Aguilar publicó unas sedicentes Obras completas en 1973), nuestra intelligentsia tomó partido por Sartre, por lo que sus libros -y especialmente los ensayos- volvieron a situarse en la periferia del canon ideológicamente correcto. Alianza publicó en los ochenta sucesivas entregas de sus libros, pero hubo que esperar hasta mediados de los noventa para que, gracias a la edición en cinco tomos preparada para el mismo sello por José María Guelbenzu, pudiéramos contar con una aceptable versión en español de sus obras reunidas.

Hoy, cuando los intelectuales pesan ya tan poco en el debate público, Camus se agiganta. Leerlo sin prejuicios es no sólo homenaje, sino restitución. Y el cincuentenario de su muerte resulta un buen pretexto para hacerlo.

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