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CORRIENTES Y DESAHOGOS
Columna
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La importancia de la boca

Si la lectura fue un elemento eficiente y promotor del individualismo durante el siglo XIX y muy buena parte del XX, acaso la oralidad llegue a suponer, en el siglo XXI, el medio central que enlaza a las multitudes. Con el empleo de otras palabras, esta es una de las sugerencias que se encuentran, aún de paso, en Ejemplaridad pública (Taurus 2009), el último ensayo de Javier Gomá.

El recurso a los manuscritos y no al sonoro poder del habla fue una de las novedades que sacaban de quicio tanto a San Agustín como a otros de sus coetáneos que se ganaban la vida embobando o guiando a las multitudes con sus elocuencias.

El libro, según ellos, volvía bárbaras a las gentes de aquellos siglos IV y siguientes que no sólo perderían el don y la belleza en el decir sino que terminarían cayendo en un lamentable alzhéimer avant la lettre al reducir la práctica y desarrollo de la memoria.

El mayor y más fecundo caudal de comunicación no se apoya en escritos, sino en lo audiovisual

La catástrofe civilizatoria que se prevenía entonces coincide con la decadencia que se anuncia ahora a través del fin de la escritura o su tremenda destrucción en los mensajes cortos o los mail entrecortados y, también, mediante el uso de los textos menos como un material estético en sí mismo y más como apuntes para componer guiones de cine, cómics, videojuegos o biopics.

En definitiva, la danza de lo oral a lo escrito y, ahora, de lo escrito a lo oral podrían considerarla algunos como un indicio más de la tremenda degeneración reinante. Puesto que si, como se dice, "el libro nos hace libres", la esclavitud sería igual a su ausencia tanto en el conocimiento como en la comunicación.

Pero ocurre totalmente al contrario, y es que el mayor y más fecundo caudal procurado por las nuevas tecnologías del conocimiento y de la comunicación no se apoya en escritos, precisamente, sino en la expresión audiovisual. Gomá se quedaría corto mencionando la radio, el cine, la televisión o el móvil como ejemplos de artefactos que nos llaman y les contestamos hablando.

La música pop que lo llena todo, desde las calles a los autobuses, desde los gimnasios a las peluquerías y desde los ascensores a las concentraciones rave, forman una masa comunicativa que ni siquiera articulan una frase. O bien, dicen juntas, en bloque, sintéticamente, varias frases que comunican tanto espiritual como físicamente a públicos procedentes de las más distantes y diferentes regiones del mundo.

La música sería así, por tanto, la otra parte en alza del lenguaje franco. No escribimos en inglés sino que lo balbuceamos entre coreanos, españoles, africanos o esquimales. No leemos frases escritas sino que las soltamos: lo mismo que la música o menos.

Porque la música no se conforma sólo con soltar su sonido, su argumento y su emoción sino que hace que nos soltemos. En esa múltiple traslación de un lugar a otro, la música mezcla a sus interlocutores en una especie de caldo global que viene a ser, más o menos, el que, por ejemplo, bebe Jeremy Rifkin en La civilización empática (Paidós, 2010) para perorar anteayer, como un retórico clásico, entre las filas del Foro Complutense.

Y a unos pasos, paradójicamente, de esa misma Universidad, donde su rector, Carlos Berzosa se afanaba en defender unos cuantos colegios mayores "mixtos": es decir, bajo un mismo estatuto hombre/mujer al que, probablemente, la oralidad contribuiría tanto.

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