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Reportaje:

Una infancia entre cadáveres

Christine Arnothy relata el sitio de Budapest en 'Tengo quince años y no quiero morir' - "Alemanes y rusos compartían la misma crueldad", dice la escritora

Javier Rodríguez Marcos

Corría el invierno de 1944 y una detonación los dejó sordos a todos. Los rusos rodeaban Budapest y los alemanes volaron los puentes del Danubio para cortar el paso al Ejército rojo. Christine Arnothy (Budapest, 1930) vivía en un sótano con su familia y un grupo de vecinos. Se ocultaban de los alemanes y, a la vez, se protegían de las bombas soviéticas. "Mi padre, que era profesor de latín y usaba expresiones muy literarias, nos dijo: 'Pasaremos tres días en el corazón de las tinieblas'. Estuvimos dos meses", recuerda la escritora por teléfono, desde Suiza. Arnothy contó su peripecia en Tengo quince años y no quiero morir, un libro publicado en Francia en 1955 y que la editorial Barril y Barral acaba de publicar en España en traducción de Paula Emilia Sanz.

"No había películas de terror, así que un muerto no te decía gran cosa"

La obra se basa en los diarios que la narradora empezó a redactar en el propio sótano: "Robé una vela en una tienda cercana, le di la vuelta a una caja para usarla de mesa y me puse a escribir. Empecé en francés, y cuando me encontraba con dificultades usaba expresiones en húngaro y en alemán. Más tarde lo reescribí todo palabra por palabra con la ayuda del Larousse".

El resultado son poco más de cien páginas sin concesiones que recogen todo un catálogo de bajezas y miserias. "La conducta de nuestros amigos se ajustaba al espectáculo que presentaba la ciudad", escribe Arnothy. "No nos parecía ni repugnante ni inconcebible. En esa ciudad en ruinas, todas las nociones morales habían sido trastocadas. El vicio se había convertido en una virtud y los corazones duros tenían más probabilidades de sobrevivir que los corazones tiernos".

La picaresca era la ley en el sótano, el río amenazaba con inundarlo y el hambre se mezclaba con los buenos deseos: un hombre confiaba en que la nacionalidad suiza de su mujer le libraría del desastre; otro, que los rusos respetarían su estrella amarilla de judío. Durante semanas, además, la alternativa fue ésta: morir de un balazo o abrasado por un lanzallamas.

Más de medio siglo después, Christine Arnothy elige dos momentos inolvidables: "Salimos a buscar agua y descubrimos que los alemanes habían atado tres caballos a la escalera de nuestra casa. Muertos de sed y de hambre, se estaban comiendo los peldaños. Trajimos tres cubos de agua, y verlos beber fue uno de los mejores instantes de mi vida. Todavía lo sigue siendo". El otro momento fue el final de la sordera temporal: "Duró dos días y medio. Nos entendíamos por señas. Y lo primero que escuchamos al recobrar el oído fueron las voces de los rusos, que llegaban".

El libro de Arnothy fue un éxito mundial en los años cincuenta gracias a la traducción estadounidense, y no faltó quien hablara de ella como "la Ana Frank húngara". Pero no hay tal. Ella no es judía y no se considera húngara más que por accidente: su madre era germano-polaca; su padre, "medio vienés". Además, está viva. Eso sí, de milagro. La llegada de los soviéticos fue un alivio pero no una liberación: mataron al señor Radnai, el judío, y violaron a una muchacha que atendía a un soldado alemán herido que se había refugiado en el sótano. Ella se libró porque, flaca, con pantalones y el pelo quemado, parecía un muchacho: "Desde el primer momento comprendimos que lo que pasaba era muy diferente de lo que habíamos esperado. Todo, en adelante, sería una larga pesadilla construida a base de atrocidades".

Lo que parecía un final feliz resultó no ser más que la segunda parte del desastre. Cuando descubren que unos vecinos se han instalado en su casa vacía -"estaban comiendo cuando llegamos; nos miraron con una mezcla de pena y decepción, como si nos guardaran rencor por seguir vivos"- deciden exiliarse.

Arnothy vive ahora en Ginebra. Después de una calamitosa huida por la frontera austriaca, su familia se refugió en Bélgica. Luego, en París. En 1958 fue finalista del Goncourt con Dios llega tarde, una novela sobre la opresión soviética en Hungría. "No me dieron el premio", cuenta ella, "porque dijeron que osaba llamar ocupantes a los rusos, como a los alemanes". Para ella unos y otros "compartían una misma crueldad": "En la calle yo no distinguía los cadáveres uniformados. Muertos no se sabía si eran buenos o malos. No tenía la impresión de que fueran enemigos. Sólo parecían criaturas extrañas. Piense en la época: no había Internet ni películas de terror, así que un cuerpo muerto, no te decía gran cosa. Una vez le cerré los ojos a un hombre".

Pese a todo, la escritora no se lamenta: "No tuve una verdadera infancia, pero nunca quise explotar el filón de 'oh, la niñez desgraciada'. Fui una niña a la que sus padres querían mucho". Su único deseo, dice, era escribir y "explicar la incomprensión total hacia la Europa del Este". Cuando se le pregunta si la caída del bloque soviético mejoró las cosas, recurre a la ironía: "El dinero lo ha podrido todo. Todo el mundo se compra y se vende. Así es que sí, la cosa va mejor, sin duda".

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Sobre la firma

Javier Rodríguez Marcos
Es subdirector de Opinión. Fue jefe de sección de 'Babelia', suplemento cultural de EL PAÍS. Antes trabajó en 'ABC'. Licenciado en Filología, es autor de la crónica 'Un torpe en un terremoto' y premio Ojo Crítico de Poesía por el libro 'Frágil'. También comisarió para el Museo Reina Sofía la exposición 'Minimalismos: un signo de los tiempos'.

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