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UNIVERSOS PARALELOS
Columna
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El inglés que descubrió el mundo

Diego A. Manrique

El jueves nos dejó Charlie Gillett. Tenía 68 años y, para los que no le conozcan, conviene saber que era uno de los nuestros. Es decir, uno de tantos chicos de posguerra que vieron su carrera, su vida entera, transformada por el impacto de la música popular. Más aún: fue un pionero.

En 1970, cuando debutó como autor, no existían historias panorámicas del pop. Su The sound of the city coincidió con los primeros libros dignos sobre aquel fenómeno, firmados por Nik Cohn y Lillian Roxon. Cohn era un cínico y Roxon una entusiasta; Gillett decidió ejercer de historiador templado. Estudiaba sociología en la Universidad de Columbia, en Nueva York, y desarrolló su tesis sobre la evolución del rock and roll. Corría el año 1965, cuando esa música sólo era cubierta por revistillas para fans e intimidantes publicaciones para profesionales, tipo Cash Box o Billboard. De alguna manera, Gillett quería justificar tantos años escuchando unos discos misteriosos, no reconocidos estéticamente.

La edición de su libro en su momento podría haber evitado la ignorancia racista del rock español

Encontrarse con The sound of the city equivalía a descubrir el mapa de un territorio tan atractivo como nebuloso. Luego, con posteriores estudios, hubo que enriquecer y corregir el mapa pero Gillett fue nuestro Adelantado. Él detectó las cinco corrientes estilísticas que confluían en el rock and roll. Consciente de que interactuaban arte e industria, detalló las actividades de las cinco grandes discográficas y las numerosas independientes que materializaron la música de los marginados, fueran ciudadanos de color o blancos de clase baja. Refractario a sonidos más juveniles, y eso incluía a grupos beat británicos, Gillett retrataba la inmensidad de la música estadounidense y la nunca suficientemente reconocida herencia afroamericana.

Poco después, Gillett pudo investigar un sello decisivo de los cincuenta y los sesenta. Making tracks: the history of Atlantic Records (1974) no fue un libro feliz: le obligaron a eliminar menciones a la payola, esos sobornos que engrasaban a las maquinarias de promoción y distribución. También debió morderse la lengua respecto a otro pecado capital: la explotación de los artistas, víctimas de contratos despiadados. Un inciso: Atlantic sólo reconocería su deuda histórica en 1988. Cuando se acercaban las celebraciones de su 40º aniversario, empezó a compensar a sus primeros artistas y subvencionó la Rhythm and Blues Foundation, de ayuda a los veteranos.

Cuando Gillett viajaba por EE UU, aún funcionaban independientes. Simpatizó con Floyd Soileau, que operaba en Luisiana los sellos Jin y Swallow, especializados en exuberante música cajun y rhythm and blues añejo. Gillett consiguió los derechos para editar una antología, Another saturday night, que generó un éxito menor en Inglaterra: el Promised land, donde Johnnie Allan cantaba a Chuck Berry con acordeón. Se editó en su sello, Oval Records.

Con Oval, Gillett no se mostró particularmente activo; para entonces, ya ejercía de locutor en la radio, pinchando músicas poco convencionales. Ambas actividades explican que estuviera presente en la famosa reunión de 1987, cuando unos disqueros londinenses apostaron por hacer un hueco en las tiendas para sus lanzamientos denominándolos world music. Esa etiqueta puede parecernos ahora muy discutible, pero sirvió de palanca para diseminar músicas africanas, latinas, orientales. Gillett fue uno de esos desengañados connoisseurs que comprendió que la música pop que amaba se había estandarizado y era incapaz de sorprenderle. Rechazaba además las producciones de los años ochenta, con sus sintetizadores y sus ritmos programados. Por el contrario, los sonidos que llegaban desde -perdón- el Tercer Mundo, le resultaban enormemente excitantes.

Todo un terremoto generacional que Gillett encarnó, aunque -puritano como un misionero ante nativos- no entendía el uso de drogas. Con su aire de explorador, comunicaba maravillado sus descubrimientos... Desde 2000, editó anualmente unos dobles panorámicos que popularizaron ritmos exóticos. En 2003, cuando se tradujo al español su texto fundamental (Historia del rock. Sonido de la ciudad, Robinbook), pasó por Madrid y se disculpó de su enfoque exclusivamente anglosajón: "Me duele no haber reflejado la extraordinaria música de Brasil o el Congo". Más sentimos nosotros que su libro tardara tanto en editarse: de haber salido en su momento, quizás se hubiera evitado la consolidación de esa ignorancia racista que caracteriza al ambiente rockero español.

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