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UNIVERSOS PARALELOS
Columna
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No me llames Dj, por favor

Diego A. Manrique

Alexandra Richards asegura ser modelo pero sus mayores ingresos derivan de sus bolos como dj. Cuando es contratada en locales neoyorquinos, recibe unos 6.700 euros por sesión. Cualquiera podría pensar que Alexandra es un prodigio de los platos, pero resulta que cobra esa cantidad puramente por ser... la hija de Keith Richards.

Un momento, un momento. Algo huele a mofeta: Keith puede tener un vasto conocimiento del reggae, el blues o el country pero no sabíamos que la cultura musical se transmitiera por la vía genética. ¡Qué más da! Alexandra pertenece a la triunfante categoría de los celebrity dj's, famosillos que son contratados en clubes y fiestas por su nombre: el equivalente londinense sería Peaches Geldof, hija de Bob. El caché está relacionado con el morbo mediático. Samantha Ronson es hermana del productor Mark Ronson, pero su cotización depende del estado de su guadaniesca relación con Lindsay Lohan: si la actriz aparece en el club de Los Ángeles donde pincha, Samantha se lleva 17.000 euros; caso contrario, se conforma con 10.000.

El oficio de 'pinchadiscos' se ha democratizado, por no decir degradado

Lo de pinchar es metafórico, obviamente. Muchas de estas criaturas traen su música en un par de iPod. Son modelos, actores, diseñadores, hijos de papá que entienden la necesidad de mantener el look y, pobrecitos, sería cruel obligarlos a cargar con una maleta llena de discos. Obviamente, los dj's profesionales vomitan ante semejante intrusismo: tienen ahora menos oportunidades para trabajar. Mucha envidia, además: su remuneración rara vez pasa de los tres dígitos. Hablamos, naturalmente, del ejército de dj's anónimos, los que no aparecen en las revistas.

Esos currantes ya se habían habituado a la competencia de los músicos, que actualmente redondean sus ingresos haciendo los llamados dj sets, que permiten a los promotores anunciar grandes nombres en las cabinas. Debemos reconocer que tiene su punto escuchar lo que programan Peter Hook o Andy Rourke, aunque luego se muestren tacaños y altivos. Pero ahora es el turno de los concursantes de Gran Hermano o el novio de tal. Y no todos se han preocupado de tomar lecciones para aprender los rudimentos del asunto, como hizo Jesús Luz: el actual beau de Madonna ahora puede permitirse exigir 6.700 euros por media hora de house extraído de su portátil.

Quiero pensar que era diferente cuando un servidor empezó a pinchar, allá por los años noventa. Con mi socio de entonces, José A. Castillo, delimitamos nuestra función: en la publicidad, avisábamos de que ejercíamos de "pinchadiscos". Aparte de cierta voluntad didáctica, respetábamos la integridad de los discos que sonaban. Algo muy diferente de la labor del dj, que trocea, acelera, manipula la materia sonora original.

Ya por entonces, se tendía a divinizar al dj. Recuerdo haber leído equiparaciones con los comisarios del mundo artístico; según aquello, cualquier abrevadero nocturno merecía consideración de museo de moderno arte sonoro, con la particularidad de que la exposición se evaporaba según avanzaba la noche. Se leían muchas tonterías.

Aun antes de la irrupción de los celebrity dj's, el oficio se había democratizado, por no decir degradado: si cualquiera puede pinchar, ¿para qué se necesitan especialistas? Hace unas semanas, cuando se empezó a hablar del juego dj Hero, aquello parecía la puntilla: haga usted de dj sin salir de casa. Pero, atención, paren las máquinas: las cifras que llegan desde EE UU revelan que el videojuego no está siendo un pelotazo.

Cuentan que Dj Hero resulta comparativamente caro. Que requiere una coordinación entre manos y orejas no al alcance de cualquiera. Que se centra en la confección de mash-ups ("injertos", decimos por aquí), algo que tiene su atractivo pero que abruma en largas dosis. Aparte, jugar a dj en una habitación no es necesariamente una actividad fascinante: no hay demasiado espectáculo, se presta mal al elemento competitivo. Eso ya lo sabíamos desde los tiempos de los guateques: no había peleas por quedarse junto al tocadiscos. Siempre nos tocaba a los raritos.

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