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Reportaje:

Con él llegó el futuro

Las obras completas de Rubén Darío muestran la grandeza de un literato que supo ponerle música al español y proyectarlo al mundo

José Andrés Rojo

"Tenía una amplia universalidad, una profunda liberalidad de criterio. Era benévolo por grandeza de alma, como lo fue antaño Cervantes", escribió Unamuno en 1916. Rubén Darío había muerto hace muy poco y el escritor vasco lamentaba entonces no haber sido con él ni justo ni bueno. Todo había empezado unos años antes, en una reunión de literatos donde Unamuno había dicho que a Darío debajo del sombrero se le veían las plumas.

"Es con una pluma que me quito debajo del sombrero con la que le escribo", le contestó el poeta el 5 de septiembre de 1907 desde París. Se quejaba en la carta de no haber recibido su último libro y le decía: "Sus preocupaciones sobre los asuntos eternos y definitivos le obligan a la justicia y a la bondad. Sea, pues, justo y bueno".

Unamuno lo trató con un punto de desprecio y se arrepintió
Antonio Machado le pidió un préstamo para traer a España a su mujer enferma
Para ser original, Darío confesó que había llegado a copiar a todos

Eran tiempos de una extraña intensidad. "Los inventos se sucedían unos a otros -a la iluminación eléctrica de las ciudades, al ferrocarril y al transatlántico seguían el automóvil y el avión; a la linotipia, el cinematógrafo; el telégrafo inalámbrico desplazaba al cable submarino- y alteraban todas las condiciones de vida", escribe el poeta mexicano José Emilio Pacheco en la introducción al primer volumen, dedicado a la poesía, de las Obras completas de Rubén Darío, que ha empezado a publicar Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores de la mano del crítico Julio Ortega, con la colaboración de Nicanor Vélez.

Cambiaba el mundo a velocidad de vértigo y, ahí, en Chile, un poeta que había nacido en Nicaragua en 1867 decidió transformar también la lengua española. Para hacerlo, había devorado antes a todos sus clásicos y entonces se estaba merendando a los jóvenes poetas franceses en la Biblioteca del Palacio de la Moneda, en compañía de su amigo, el hijo del presidente. Rubén Darío tenía 15 años y estaba descubriendo las posibilidades del verso de 14 sílabas, el alejandrino. Si conviene una exageración en este punto, valga decir que, justo en ese instante de 1882, estaba naciendo el modernismo, esa corriente que modificó de manera drástica la poesía y la prosa que se escribió en español a partir de entonces. Lo dice Borges: "Cuando un poeta como Darío / ha pasado por una literatura, / todo en ella cambia".

Con Rubén Darío entró el futuro en la literatura escrita en español. No se trataba, sin embargo, de que llegaran únicamente cisnes, princesas, jardines versallescos (tan presentes en los versos de los poetas franceses de entonces). Irrumpió la música en la poesía, y la agilidad y la concisión llegaron para destrozar una prosa atestada de oratoria. Para ser original, Darío confesó más tarde que había imitado a todos: "A cada cual le aprendía lo que me agradaba, lo que cuadraba a mi sed de novedad y a mi delirio de arte; los elementos que constituirían después un medio de manifestación individual. Y el caso es que resulté original...", escribió en 1896.

Y es que cambió la poesía, pero la prosa se transformó también. Y es que, para sobrevivir, la mayoría de los poetas tenían que dedicarse al periodismo. Lo explica Pacheco: "Antes que en sus versos, las tendencias de la época aparecieron en sus crónicas: novedad, velocidad, atracción, shock, rareza, sensación, intensidad".

"Darío debe haber inaugurado en Madrid la cofradía de los poetas", cuenta por correo electrónico Julio Ortega, el responsable de estas obras completas. "La poesía es una fuerza que los ocupa de paso, y los deja ligeramente fuera de juego. Poeta es el que vive plenamente y en apuros, lujosamente aunque sin casa, puesto fijo, sueldo o ahorros. Ha terminado la época del mecenazgo y empieza la de la burguesía ilustrada, y los poetas se acogen al mayor espacio de modernidad urbana, el periodismo y las editoriales".

A Félix Rubén García Sarmiento, el que sería Rubén Darío, sus padres lo abandonaron al nacer y fue recogido por su abuela adoptiva, casada con el coronel Félix Ramírez. Compuso versos desde niño, se familiarizó con la cultura clásica gracias a los jesuitas y lo leyó todo como empleado de la Biblioteca de Managua. Se fue a Chile a continuar sus estudios y publicó Azul en 1888. Tuvo suerte: el cónsul de España era sobrino de Juan Varela, así que el libro de Darío llegó al otro lado del charco y fue recogido con alabanzas.

Empezó a colaborar con La Nación, pasó un tiempo en España, luego se instaló en Buenos Aires, convirtiéndola en la capital del modernismo. Con 29 años publicó Prosas profanas; luego apareció Los raros, y de 1905 es Cantos de vida y esperanza, por citar algunos de sus libros más emblemáticos.

Unamuno lo trató con un punto de desprecio (y se arrepintió), Clarín lo llamaba cursi. De su paso por España, Julio Ortega cuenta que Darío tuvo "que prestarse el chaqué para presentar credenciales diplomáticas en palacio". Como le debían un año y más de sueldos, fue en realidad un cónsul sin consulado, pero pasaba por opulento. "Antonio Machado, desde París, le pidió un préstamo para traer de vuelta a España a su mujer, enferma", explica Ortega. "Darío no tenía un duro, pero le consiguió el dinero. Juan Ramón Jiménez, a los 19 años, fue su secretario. Manuel Machado, Valle-Inclán, Manuel Rueda, sus contertulios. A todos ellos los incluyó en una gran conversación, en un verdadero ágape poético. Como Borges más tarde, fue un escritor que sostuvo una comunidad literaria intensa, sin fronteras, plurilingüe, internacional".

El gran poeta, el tipo que se inventó el modernismo leyendo a los poetas franceses en el palacio de la Moneda de Chile, pudo alimentarse gracias al periodismo. Julio Ortega lo resume así: "Vivió el brío y la condena del periodismo de su tiempo, esa urgencia por comentarlo todo como si lo mundial les fuese propio. Y lo era, porque el arte y la prensa se hacían mutuamente, con urgencia, plazos y públicos ávidos de novedad en una cultura que tributaba el momento. La prensa le dio a Darío el sentido de la fugacidad misma del arte. Y escribió con plena conciencia de que lo más fugaz es la materia de lo permanente".

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Sobre la firma

José Andrés Rojo
Redactor jefe de Opinión. En 1992 empezó en Babelia, estuvo después al frente de Libros, luego pasó a Cultura. Ha publicado ‘Hotel Madrid’ (FCE, 1988), ‘Vicente Rojo. Retrato de un general republicano’ (Tusquets, 2006; Premio Comillas) y la novela ‘Camino a Trinidad’ (Pre-Textos, 2017). Llevó el blog ‘El rincón del distraído’ entre 2007 y 2014.

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