Un maestro excepcional
Ha comenzado con fuerza Ibermúsica su ciclo de grandes orquestas. El domingo, Adam Fischer dirigió a la orquesta austrohúngara Haydn y el Orfeó Català en una plausible versión del maravilloso oratorio La creación, con un reparto vocal en el que sobresalía el inconmensurable Thomas Quasthoff, que en unas semanas repetirá cometido en el Festival de Pascua de Salzburgo con la Filarmónica de Berlín y Simon Rattle.
El relevo lo ha tomado Yuri Temirkanov interpretando anteayer con la Filarmónica de San Petersburgo en versión de concierto la última ópera de Chaikovski, Iolanta, encantadora historia de una joven ciega que recobra la vista cuando descubre el amor. Temirkanov había dirigido en el teatro de la Zarzuela de Madrid en 1981 con los equipos del teatro Kirov de Leningrado las óperas Eugenio Oneguin, de Chaikovski, y Bodas en el monasterio, de Prokófiev. Eran tiempos en que la visita de compañías extranjeras eran especialmente celebradas porque mostraban que la ópera podía ser un trabajo de equipo en vez de una suma de individualidades. En particular, el Chaikovski de Temirkanov causó una conmoción y se ha comentado abundantemente estos días en conversaciones de nostálgicos.
IOLANTA
De Chaikovski. Solistas, Coro de cámara y Filarmónica de San Petersburgo.
Director: Yuri Temirkanov. Ibermúsica.
Auditorio Nacional, 14 de febrero.
Temirkanov es hoy uno de los grandes maestros de la dirección operística. En el repertorio ruso, desde luego, pero también en el resto. El pasado otoño fui testigo de su impresionante éxito en una representación de La traviata en el Regio de Parma, un teatro que tiene uno de los públicos más exigentes del mundo en Verdi. Anteayer dio en el auditorio una lección magistral de lo que es dirigir una ópera: expresividad medida en función de las emociones, aliento poético en el fraseo, capacidad concertadora, atención al matiz, tensión dramática sin desatender el lirismo de los personajes. La Filarmónica de San Petersburgo le responde como si tuviese delante a un iluminado. Bien es verdad que el dominio del oficio y el poder de seducción justifican su magnetismo. El reparto fue discreto, aunque suficiente, con una "puesta en espacio" de corte sobrio y minimalista.
Chaikovski una vez más salió reivindicado en su faceta teatral. Pocos compositores han sido castigados por excesos tanto como él. Pero cuando se muestra con el sentido de la medida y el apasionamiento interior con que lo dibuja Temirkanov, la emoción es infalible. Una gran ópera, una gran velada.
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