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La mala hora de las humanidades

Jordi Llovet firma un apasionado alegato contra la mano dura neoliberal en materia académica - El autor lamenta el papel cada vez más residual de los intelectuales

Javier Rodríguez Marcos

Hay sabios que llevan dentro un niño. Jordi Llovet es uno de ellos. Barcelonés de 1947, catedrático de Literatura Comparada en la Universidad de Barcelona hasta que se prejubiló hace tres años, traductor al catalán de autores como Rilke, Byron o Baudelaire y responsable de las obras completas de Franz Kafka en castellano para el Círculo de Lectores, Llovet se pensó mucho cómo responder a la reclamación de un grupo de alumnos de Estética que, "abanderados de la lógica formal" y "hartos" de elucubraciones idealistas, le reclamaban una definición "como es debido" de belleza. Una semana después, el profesor Llovet escribió en la pizarra: "Definición formal y definitiva de belleza, a todos los efectos, de acuerdo con los parámetros más sólidos y científicos que uno pueda figurarse". Sin mediar palabra, abrió la cartera y sacó una paloma blanquísima que echó a volar por el aula. Las clases fueron un éxito hasta el final del curso.

"Los pedagogos se han convertido en una casta que no llega a dictatorial"
"La universidad no debe formar sabios sino ciudadanos civilizados"

El mismo sentido del humor que desbloqueó aquel debate es el que atraviesa Adiós a la universidad. El eclipse de las humanidades (Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores), el libro en el que Jordi Llovet recorre cuatro décadas de docencia y ocho siglos de historia intelectual, los que van de Bolonia a Bolonia, es decir, de la fundación en la ciudad italiana de la primera universidad europea en el siglo XII hasta la declaración del mismo nombre que en 1998 dio lugar a un plan que el autor describe como "meter la mano neoliberal en la organización de la enseñanza superior".

Desde que se publicó en catalán en marzo pasado, la obra ha conocido cuatro ediciones y se ha convertido en el libro de no ficción más vendido en esa lengua por detrás solo del Indignaos, de Stéphane Hessel. Lo recordó ayer el editor Joan Tarrida durante la presentación de la traducción al castellano -a cargo de Albert Fuentes- del ensayo de Llovet, al que acompañaron su maestro Emilio Lledó y su exalumno Félix de Azúa, en un acto en el que José Luis Pardo lanzó una pregunta descorazonadora: ¿Qué ha pasado en la universidad española para "expulsar" de las aulas a alguien como Jordi Llovet?, al que retrató como "ejemplo de profesor universitario". Alguien, dijo, "nacido para las aulas" al que se ha llevado por delante la "mercantilización indiscriminada del saber", su "marginación" y "desprestigio". El propio Pardo apuntó una respuesta -"la burocracia ha vencido a la meritocracia"- que resume el paisaje al que Llovet ha dedicado 400 páginas que mezclan autobiografía y análisis y que se leen con una sonrisa de preocupación. "El humor, que es nobilísimo, nunca está reñido con la seriedad de los argumentos. En el ensayo español falta esa ironía que recorre la tradición inglesa", dice el autor.

En su caso, la sonrisa va por cuenta del brillante autorretrato de un discípulo de gigantes como Martín de Riquer, José Manuel Blecua o José María Valverde que estudia el doctorado en Fráncfort y París, donde sigue admirado los cursos de Julia Kristeva, asiste a un seminario "catastrófico" de Deleuze y Guattari y a algunas clases de Foucault, Althusser, un Lacan que hace "el paripé" en un anfiteatro y un Todorov "pagado de sí mismo".

Jordi Llovet no se muerde la lengua. Ni al calificar su propia tesis doctoral, mezcla de psicoanálisis y marxismo, de "tostón sin paliativos" ni al retratar la altanería de Susan Sontag en Nueva York. Tampoco al criticar la invasión de la pedagogía -"los pedagogos son hoy una casta que no llega a dictatorial; a enseñar se aprende enseñando y con buenos maestros"- o el fundamentalismo de algunos de sus colegas del Departamento de Filología Catalana. "Soy federal, del Ampurdán, qué le voy a hacer; ni nacionalista ni independentista", dice pese a sus cómicos esfuerzos por nacionalizarse escuchando sardanas en el coche camino de la facultad.

Cada capítulo de Adiós a la universidad se abre con un episodio autobiográfico que sirve para introducir un panorama que traza la historia de la universidad en Europa, analiza el papel cada vez más residual de los intelectuales y, sobre todo, desmonta las "coartadas" del Plan Bolonia. ¿Un espacio común europeo? "Solo es posible con un idioma común y ¿cuántos estudiantes españoles dominan el inglés?" ¿Adaptación a las necesidades de la sociedad? "La universidad se ha convertido en una empresa", dice Llovet, que en su libro recuerda que "el capitalismo tiene una lógica, pero no una moral". Por eso insiste en la preocupación moral y política de su obra: "La universidad no debe formar sabios sino ciudadanos. Debe civilizar a los estudiantes, politizarlos. Cuando la democracia está en situación de debilidad, como hoy, hay que reforzar la educación, no recortarla". Si no la refuerzan los poderes públicos, apunta, los privados se encargarán de hacerlo.

El profesor y ensayista Jordi Llovet, en la biblioteca de su casa de Barcelona.
El profesor y ensayista Jordi Llovet, en la biblioteca de su casa de Barcelona.GIANLUCA BATTISTA

Fin del progreso

Hijo de un ingeniero, Jordi Llovet construyó con ocho años una máquina expendedora de chocolatinas, pero critica "el mito del progreso". "Progresa la técnica, no la humanidad", dice. En febrero volverá a dar clases. De primero, sus favoritas. Sin cobrar. Los estudiantes son para él lo más digno de la universidad: "¿Que son ignorantes? Eso es lo que anima a trabajar". Él confía más en la elocuencia que en la informática. "Los jóvenes más tecnológicamente avanzados ya no creen en el progreso", afirma. Saben que su futuro es más precario

que el de sus padres.

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Sobre la firma

Javier Rodríguez Marcos
Es subdirector de Opinión. Fue jefe de sección de 'Babelia', suplemento cultural de EL PAÍS. Antes trabajó en 'ABC'. Licenciado en Filología, es autor de la crónica 'Un torpe en un terremoto' y premio Ojo Crítico de Poesía por el libro 'Frágil'. También comisarió para el Museo Reina Sofía la exposición 'Minimalismos: un signo de los tiempos'.
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