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ÍDOLOS DE LA CUEVA
Columna
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Los manifiestos anticomunistas

Manuel Rodríguez Rivero

Si queremos comprender lo que sucedió, debemos cuidarnos de las engañosas certezas del ahora. Como nos advierte el narrador de El mensajero, la novela de L. P. Hartley, "el pasado es un país extranjero: allí se hacen las cosas de manera distinta". Tendemos, por ejemplo, a juzgar la guerra fría desde la muy diferente perspectiva de un mundo unipolar y escéptico, por lo que se nos hace difícil comprender la pasión y la acorazada intransigencia con que los partidarios de una u otra concepción del mundo defendían sus posiciones, apremiados por un contexto en que el ajuste final de cuentas parecía inevitable.

Para muchos intelectuales del Este y del Oeste, el comunismo -al menos desde la Revolución de Octubre hasta el pacto germano-soviético- representaba la "juventud del mundo" (Maurice Thorez). El capitalismo, estructuralmente condenado a periódicas convulsiones, no era capaz de resolver la miseria de la inmensa mayoría de los habitantes del planeta, y la democracia "burguesa", su mejor invento político, no constituía un dique idóneo contra el fascismo, como había demostrado el "ensayo general" español. Para los nuevos conjurados, sólo el comunismo podría conducir a los pueblos, tras derrotar a sus enemigos, hasta el horizonte de radiante porvenir. En el otro lado, la alarmante velocidad con que el "imperio soviético" se había extendido por dos continentes (democracias populares en Europa, victoria de los comunistas en China) mientras el mundo convalecía de la guerra más terrible, suscitó el penúltimo gran miedo de Occidente: para poner punto final al efecto dominó había que neutralizar ideológicamente al adversario.

Tendemos a juzgar la guerra fría desde la muy diferente perspectiva de un mundo polar y escéptico

La nueva querella entre supuestos antiguos y modernos se libró también en los libros. Frente a los entregados testimonios de "compañeros de viaje" para quienes negar la verdad constituía un acto de servicio revolucionario en defensa del bastión soviético (su única lealtad), al lado de acá del telón de acero triunfaba un nuevo subgénero literario: las confesiones de ex comunistas. The god that failed (1949; en su versión española El fracaso de un ídolo), el libro que reunía los alegatos desencantados y admonitorios de famosos militantes o simpatizantes como Koestler, Silone, Spender, Gide, Richard Wright o Louis Fischer, se convirtió en un inmediato éxito editorial. En el contexto de tensión ideológica y militar de la guerra fría, los testimonios de ida y vuelta de aquellos antiguos "antifascistas prematuros" (y más tarde comunistas y, por último, desertores), se leyeron como si se trataran de impecables atestados de fugitivos del núcleo helado del infierno. La autoridad moral que se les concedía se basaba en el prestigio irrefutable de lo vivido.

A ese grupo pertenecen también los cuatro libros cuyo contexto, recepción e impacto han sido cuidadosamente analizados por el profesor John V. Fleming en un apasionante libro de reciente publicación en Estados Unidos, The Anti-communist manifestos (Norton). Para Fleming, la novela El cero y el infinito (Arthur Koestler, 1941), y los libros de memorias La noche quedó atrás (Jean Valtin, seudónimo de Richard Krebs, 1941), Yo escogí la libertad (Víctor Kravchenko, 1946) y El testigo (Whittaker Chambers, 1952) constituyen en conjunto una especie de canon de la más influyente literatura anticomunista del siglo pasado. Todos ellos se convirtieron no sólo en best sellers de referencia (también, si exceptuamos el último, fueron bastante leídos en la España de la dictadura), sino en arrojadizas armas dialécticas. En mayor o menor medida, todos revelan no sólo hechos más o menos abominables, sino también las muy diversas respuestas éticas y las justificaciones de principio de quienes de ellos fueron cómplices o agentes convencidos y, por último, implacables fiscales. Y, por encima de todo, reflejan indirectamente el espíritu de una época, a la vez próxima y remota, en que el miedo y el mutuo recelo constituían una frontera aún más impermeable que las que protegen armas y alambradas.

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