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Reportaje:

La metáfora de América Latina

A marcha lenta. Capítulo I

Un viaje, un viaje así, jamás lo devuelve a uno al lugar de procedencia en las mis­mas condiciones en que salió.

Eso lo supe cuando mi jefe me llamó a su despacho y me mostró un libro de Paul Theroux, alentándome para que emprendiera un itinerario similar y lo contara en varios ca­pítulos. Leí el título, The Oíd Patagonian Ex­press, y la frase aclaratoria que figuraba deba­jo: "En tren a través de las Américas", y pensé que aquello no podía estarme sucediendo a mí. La experiencia del autor de Costa de Mosquitos y Saint-Jack, persistente viajero por medio mundo, había consistido en meterse en el me­tro de un Boston cubierto por la nieve, para descabalgar, dos meses después, del Viejo Ex­preso de la Patagonia, en medio del ansiado ca­lor del Sur. Si no estaba oyendo mal, a mí se me concedían también dos meses -que en la prác­tica se alargaron por dos semanas más- y te­nía las manos libres para recorrer América La­tina de punta a punta y de un tren a otro. Si es que aún existían trenes por allí.

Theroux había realizado su trayecto 14 años atrás y, de entonces acá, en América han cambiado algunas cosas. Otras, por supuesto, permanecen inmutables. Aunque las más fero­ces dictaduras han sido sustituidas por regíme­nes formalmente democráticos, en casi todos los lugares que el escritor norteamericano visi­tó han surgido nuevas formas de opresión que se han sumado a las antiguas sin desvanecerlas. El neoliberalismo económico ha echado raíces, y sus víctimas deambulan sin destino por la cu­neta de la vida, mientras en algunas zonas pla­nea el fantasma del regreso a un absolutismo deseado como mal menor, al estilo de Fujimori en Perú, porque la gente está cansada de que la democracia signifique parejo saqueo y no me­nos brutalidad, envueltos en floridos discursos e incumplidas promesas.

La palabra ferrocarril desvela en muchas personas secretos anhelos y románticos sueños. Eso explica que, en cuanto anuncié la clase de viaje que me proponía emprender, acudieran a mí insospechados personajes que me propo­nían tomar éste o aquel tren, no perderme tal itinerario o tal otro. Sin duda porque todavía conservamos dentro de nosotros más espíritu de aventura de lo que sospechamos, pronto me vi rodeada de expertos que me brindaban su consejo. Así que partí a América con una lista de recomendaciones y una supina ignorancia de cómo estaban las cosas en aquel momento.

Y las cosas no podían estar peor, ferrovia­riamente hablando. Las diferentes crisis super­puestas han acabado, o casi, con los trenes, y la supervivencia renqueante de unos cuantos -en total, el fotógrafo Bernardo Pérez y yo to­mamos catorce convoyes de pasajeros y cuatro de carga, desde Chile hasta México- se fue convirtiendo, conforme avanzaba en mi viaje, en una metáfora de la degradación de América Latina, de la precariedad permanente en que allí se vive, de la larga agonía de una tierra tan rica y hermosa como desdichada. Descubrí también que los trenes habían contribuido a su desgra­cia: porque las vías fueron construidas casi siempre, en el siglo pasado o en los albores de éste, por monopolistas extranjeros que las usa­ban para transportar hasta los puertos las ma­terias primas de que despojaban a estos países (y de ahí la desindustrialización endémica: nunca se le permitió a América manufacturar sus productos). Como señala Eduardo Galea- no en Las venas abiertas de América Latina, los trazados se parecen a los dedos extendidos de una mano. Van (o iban) de la mina, o de la plantación, o del cafetal, al mar, pero apenas han servido para comunicar entre sí a los pue­blos, y mucho menos para enlazar los países. Nunca se quiso que América estuviera unida, e igual que el sueño de Bolívar fracasó, se hun­dieron los intentos de crear un camino longitu­dinal. Cada cual permanece aislado con sus cuitas, con sus verdugos, y con su ferrocarril dramáticamente fragmentado.

Yo había elegido hacer el viaje de Theroux en sentido inverso, empezando en el extremo del Cono Sur para llegar a la frontera de Méxi­co con Estados Unidos. Tenía dos buenos mo­tivos para ello. La primera razón era climato­lógica: no podía arriesgarme a coincidir en Ar­gentina o Chile con las torrenciales lluvias del invierno, que originan inundaciones y corri­mientos de tierras difícilmente salvables. En se­gundo lugar, me inspiraba una pretensión sen­timental: mi condición latina hacía que quisie­ra atravesar el continente, con la mirada y con el corazón, yendo de Sur a Norte. Desde la de­sesperación hasta las falsas ilusiones. Desde la áspera lucha cotidiana hacia la huida, cruzan­do yo también, finalmente, la barrera color café con leche del Río Grande.

Volé a Santiago de Chile y allí supe que, en Argentina, la mayoría de los ferrocarriles esta­ban protagonizando frecuentes huelgas, como protesta por la eliminación de líneas y la priva­tización de las restantes con que amenazaba el Gobierno. El Viejo Expreso de la Patagonia sa­lía cuando se le cantaban las bolas, de modo que, asesorada por Ian Thomson y Enrique Ri­vera, de la Asociación Chilena de Conserva­ción del Patrimonio Ferroviario -un grupo de deliciosos románticos militantes del tren-, viajé hasta Puerto Montt, capital de la Región de los Lagos, el punto más al sur del continente (y del mundo, 200 metros más abajo que Nue­va Zelanda) del que se puede partir en tren.

Tengo a mi lado los cuatro cuadernos, de 200 páginas cada uno, que contienen el relato completo de lo que sucedió durante los 75 días en que estuve moviéndome hacia el final, a ve­ces a un promedio de 20 kilómetros por hora. Pero si tuviera que entregar un sucinto sumario de lo que fue este periplo sin consultar mis apuntes, escribiría sin vacilar lo que sigue: La dignidad de los ferroviarios, traiciona­dos por el falso progreso, los intereses de los transportistas ruteros y la desidia de la Admi­nistración. El rostro de Lidia Reyes, viuda de un sobrino-nieto de Pablo Neruda, relatando sus recuerdos de infancia, con el retrato del pa­dre del poeta, José del Carmen Reyes, que fue jefe de tren en Temuco, descansando en sus ro­dillas. Juan Zapata, el primer gaucho de ver­dad que me ofreció su hospitalidad, en Bahía Blanca. Las conversaciones sobre el tren que sostuve, en Buenos Aires, con el maestro de pe­riodistas Jacobo Timmerman, por una parte, y con Osvaldo Soriano, el novelista que heredó el gato de Philip Marlowe y la sonrisa del Gordo y el Flaco, por otra. La preciosa ciudad de Sal­ta, y con ella, el hallazgo de la Argentina pro­funda y colonial, y la aparición de los primeros indios, abundantes y silenciosos, a modo de coro fundido con la belleza de la catedral y el cabildo. Los indescriptibles colores de la sierra de Huamahuaca, en el camino a Bolivia, una orgía mineral que reinventa el arco iris bajo la plancha turquesa del cielo. Las indias bolivia­nas del contrabando hormiga. La puna, fría, desolada y diamantina, y la decadencia de ciu­dades como Potosí o Sucre, despojadas de su riqueza y de su importancia en la historia. La irreversible tristeza de Lima, sitiada por la po­breza y el miedo, y la soledad majestuosa de Cuzco y Macchu Picchu, dejadas de la mano del turismo, su única fuente de ingresos, por el miedo al cólera. Los niños mendigos que se co­bijan en las estaciones y los trenes de Ecuador, y los niños trabajadores de Ecuador, las niñas limpiabotas, sobre todo. La Maestranza de Durán, en donde hombres sudorosos salidos de la fragua de Vulcano fabrican clavos para las traviesas de las vías, manteniendo con su es­fuerzo lo que ya no se sostiene. Los indios rei- vindicativos de la provincia de Riobamba, que editan sus propios programas de radio, en que­chua, sin más inspiración que la lista de sus problemas ni más instrumento que un magne­tofón de bolsillo.

La paciencia infinita de los colombianos, que desde hace meses y hasta ni se sabe cuándo viven arruinados por ocho horas diarias de corte en el suministro de electricidad. El cura- alcalde de Barranquilla, elegido con el apoyo del grupo guerrillero reinsertado M-19, hoy partido político, y el hedor insoportable del mí­sero mercado que recorrí con él, y la cumbia que bailamos después, en El Rincón Latino. Mi regreso a Panamá, dos años y medio des­pués de la invasión norteamericana que le qui­tó la vida a Juantxu Rodríguez. Las mujeres que trabajan, mojándose hasta el cuello, en las empaquetadoras de banano de Costa Rica, a sueldo de la Standard Fruit. La frustración de Guatemala, con un tren de pasajeros que nun­ca pude abordar porque acababan de chocar dos loco­motoras y se habían quedado atravesadas en la vía. El primer contacto con los emigrantes ile­gales -de Honduras, de Guatemala, del Salva­dor, sobre todo-, y con la brutal Migra, la po­licía de emigración. El paso final de los moja­dos a la ciudad tejana de Laredo, con su friso de limpios edificios, iglesias protestantes y Pri­mer Mundo sírvase usted mismo, al otro lado del río.

Recuerdo el tren mixto de Guayaquil a Alausí, descarrilando en los pantanos bajo el tremendo calor y elevándose después hacia el frío de los abismos de la Nariz del Diablo, que de verdad parece que el diablo asome el morro para ver si te despeñas. Y el Tren de los Valien­tes, primer muestrario de lo que es la lucha por la vida en el ferrocarril.

Y que, ocurriera lo que ocurriera, mien­tras permanecías en el tren, el día te entrega­ba invariablemente dos magníficas ofrendas: un amanecer y un atardecer que te cortaban el aliento. Podías sentir hambre, calambres en las piernas, se te podían desmenuzar las vértebras y hasta podías sentir el clamor de tus riñones, mientras aguantabas heroica­mente el pipí para no hundirte en la mierda hasta las rodillas en el urinario de turno. Pero allí estaba el disco solar forcejeando con la noche para parir la aurora y vestirla como si fuera al Carnaval de Río. Y allí estaban los cientos de matices con que se despedía final­mente, demostrando lo sensatos que los pre­colombinos fueron al adorarle.

Y rostros, nombres, fatiga, frío, mosquitos. Una pintada, trazada por un poeta anónimo en la pared de un suburbio de Quito: "La noche avanza, pero los sueños no". Otra, en un muro de la catedral de la misma ciudad: "Vine a co­mulgar porque tenía hambre". Y la pregunta que me hizo un muchacho ecuatoriano a quien el reventón de una tubería en su lugar de traba­jo le había señalado la cara para siempre: "En España, mañana, ¿sale tren?".

Pero regreso al primer cuaderno y leo la ex­periencia del viaje inicial, en el Ferrocarril del Sur, de Puerto Montt a Temuco, en Chile: "A través de la ventanilla contemplo el reflejo de los volcanes sobre la superficie del Llanquihue. Los nativos de la cercana isla de Chiloé cuen­tan que el lago se formó con las lágrimas derra­madas por el novio de Licarayen, la princesa más bonita del lugar, cuyo corazón fue enterra­do por un cóndor en las profundidades del vol­cán Osorno, para apaciguar al dios furioso que moraba en su interior. Ahora mismo, el tren serpentea sobre la cuenca que separa el lago de la bahía de Reloncavio. Brillan las cumbres, pulidas por el primer sol de la mañana. Deja­mos atrás Puerto Montt y su falso cerro. De­sastre ecológico".

Parada en la pequeña estación de Puerto Montt- por lo demás, un edificio sin historia, a diferencia de otras en donde se palpaba la im­portancia del pasado-, después de informar­me sobre los horarios de trenes, eché una ojea­da alrededor. Panorama idílico. El golfo de Ancud recogía el Pacífico como en un tazón de escamas, y a la vera del paseo se alineaban bus­tos de proceres: durante mi viaje me acostum­bré a encontrarlos en cada ciudad, en sus dife­rentes versiones. Los interhéroes, tipo San Martín, Bolívar u O'Higgins, a caballo o fundi­dos en hipotéticos abrazos, llenan las plazas y principales avenidas, junto a los libertadores locales, condenados ya todos a la mudez de la piedra. Delante de mí, en el puerto, un cerro color tostado humeaba. "¿Y eso?", le pregunté a Juan Mancilla, que me había estado acompa­ñando en su coche. Se encogió de hombros: "Astillas para los japoneses".

Después de cerciorarme de que el Ferrocarril del Sur (podía comprar el billete antes de salir, el asiento de salón, una especie de primera, costa­ba 920 pesetas) no partía hasta veinticuatro horas más tarde, decidí visitar a un contacto que tenía en Puerto Chico, a pocos kilómetros al norte de Puerto Montt. Héctor me recibió en su casa de madera, cerca del océano -chirria­ban las gaviotas, como fondo de la conversa­ción-, me ofreció una copa de un licor muy dulce y empezó a contarme leyendas indígenas profundamente vinculadas al respeto por el medio ambiente. Luego me detalló los diferen­tes tipos de maderos que formaban parte de su hogar, deleitándose con los nombres y las des­cripciones: "Las bases son de pellín, que tam­bién se usa para las durmientes de los trenes, porque es eterno. Los suelos los construimos con mañío, que es un árbol muy primitivo, que tiene sexo: se le distingue por las hojitas. Las tejas son de alerce, formando tres capas. Todos estos árboles se los están llevando los japone­ses, para hacer conglomerado, perfumes, jabo­nes, alcohol... Se llevan hasta el canelo, que es el árbol sagrado de los mapuches. El cóndor depositó una rama de canelo junto con el cora­zón de la princesa Licarayen en el interior del Osorno. Es un árbol de madera picante, que ahuyenta a los insectos. Los japoneses lo con­vierten en bolitas para preservar la ropa en los armarios. Y no plantan nada en su lugar".

Dejó la copa encima de la mesa y se acercó a la chimenea, removiendo los troncos con el ati­zador. "Lo único que no nos arrebatan es el urmo" dijo, palmeando amistosamente un tronco que bufaba entre chispazos?, que nosotros utilizamos para quemar, porque tarda mucho en extinguirse, va soltando brasas y siempre queda algo. Incluso cuando le arde el cuero, to­davía tiene para horas. Es tan duro que ni si­quiera los japoneses lo pueden trocear.

Pueden arrancar hasta arbolillos de diez centímetros de diámetro, y eso quiere decir que no sólo están desarticulando un delicado entra­mado de especies arbóreas que se intermantienen- nada que ver con el eucalipto, ese árbol egoísta y depredador-, sino que están asesi­nando el futuro. Los contratos se firman cada diez años, y el último todavía tiene fecha de la dictadura: habrá que ver qué hace el Gobier­no democrático, aunque resulta poco plausi­ble que se deshaga de unos inversores foráneos que dan puestos de trabajo, aunque sea al sueldo mínimo de dieciocho mil pesetas al mes.

El sur de Chile sufre también la contami­nación marítima de las salmoneras: el océano, tan plácido y luminoso ese día, encierra olea­das de veneno producidas por los alimentos disecados que se vierten, y por las defecacio­nes de los salmones. Cuyo precio, dicho sea de paso, ha disminuido en el mercado interna­cional.

"Y esta región no es de las más pobres. Aquí se vive con poco, pero dignamente, y en medio de lo hermoso", comentó Juan Manci­lla cuando volvíamos a Puerto Montt en su coche. Más arriba, más pobreza. De Temuco en adelante, se multiplican las casitas de cartón.

Al día siguiente tomé mi primer tren. La estación estaba casi desierta, el cerro humea­ba enfrente, un barco japonés estaba cargan­do, pero no se notaba que el enorme montón hubiera disminuido. Los proceres, taciturnos, aguantaban el ventarrón en el paseo. Los cua­tro volcanes -Calbuco, Osorno, Tronador, Puntiagudo-, coqueteaban con las nubes. El Ferrocarril del Sur me pareció antiguo y des­vencijado, pero en aquel momento no sabía que, más adelante, iba a añorar la comodidad de sus asientos de cuero, pese a los muelles que asomaban por alguna repentina cicatriz, y que el baño iba a resultar, hasta que alcanzara el lujo de El Jarocho -dos meses más tarde, en el trayecto de Veracruz a Ciudad de Méxi­co- el más limpio y acogedor.

Lancé una última ojeada al paisaje, tan es­candinavo -por definirlo de alguna mane­ra-, aunque infinito, y pensé que no era ex­traño que los alemanes se encontraran a gusto allí. De hecho, el presidente Pérez Rosales lo repobló el siglo pasado llamando a alemanes protestantes que acababan de perder una re­volución, "para que hicieran de esto un lugar civilizado". La jerarquía católica, que era muy carca, se opuso, y no cejó hasta que vi­nieron también alemanes católicos. Las dos comunidades siguen manteniendo hoy su ri­validad, sus propias escuelas, hospitales e igle­sias, y los nombres de las calles protestantes son de héroes, mientras que los católicos las han bautizado con el santoral completo. Aho­ra mismo, el tren pasaba por un puente que divide los dos poblados.

El vagón salón -las denominaciones po­seen esa adorable cursilería chilena, que se manifiesta también llamando al papel higiénico confort- estaba casi vacío, a excepción de una señora que hacía calceta y un caballero que leía el periódico del mismo día. Insisto en este último detalle porque, en los trenes cuyo recorrido dura cuarenta y ocho horas, o más, los pasajeros siempre leen el periódico de ayer, como en un vuelo transoceánico, y uno acaba por perder la noción del tiempo. Bueno, estos dos viajeros parecían carecer de historia y se deslizaban entre bostezos hacia Santiago de Chile. En los vagones económicos -en to­tal, el convoy se componía de siete coches de pasajeros, dos de carga y un vagón come­dor- viajaba un grupo de muchachos que se dirigía a su trabajo habitual en una maderera del camino. Ni siquiera ellos armaban baru­llo: los chilenos son los americanos más silen­ciosos que conozco. Junto con los paragua­yos, posiblemente: a ambos les horroriza lla­mar la atención.

Regresé a mi asiento después de inspeccio­nar el ferrocarril, saltando de vagón en vagón, tratando de no caerme a la vía ni de enredar­me con los fuelles de las junturas, hechos jiro­nes. La mayor parte de las ventanas tenía los cristales rotos, enmendados con papel aislante o directamente ausentes. Me abrigué y traté de dormir, para recuperarme del (creía) tremendo madrugón. En el futuro me espera­ban unos cuantos trenes con horario de salida a las cuatro de la madrugada.

"No estamos en temporada, por eso viaja poca gente" me dijo poco después el jefe de tren, que se había acercado, curioso.

Se llamaba Jorge Díaz y era un hombre de cuarenta y tantos, de rostro curtido aunque sensible y modales correctos como sólo los chilenos saben tener. Sus ojos se animaron cuando le conté que estaba preparando un re­portaje sobre América Latina vista desde el ferrocarril. Su ayudante, Segundo Montes, gordito y con mirada de castor, se nos unió en seguida, y entre los dos empezaron a contar­me la historia de los trenes de su país, tan cas­tigados en tiempos de Pinochet: "Aunque Pa­tricio Aylwin, el presidente de ahora, ha vivi­do siempre cerca de la estación, y siente espe­cial afecto por los ferrocarriles. Yo creo que va a hacer algo por nosotros. Pinochet autori­zó la venta de las vías de Copiapó a Caldera, y tuvo que revocar su orden, porque el pueblo se levantó", sonrió Díaz, que añadió: "Ésa fue la primera línea férrea que se construyó en Chile, tenía 81 kilómetros. La hizo un gringo, Guillermo Wheelwright. Y luego, el 30 de marzo de 1856, fue autorizado el ferrocarril de Santiago al Sur. A Temuco llegó en junio de 1895. Y en 1913, a Puerto Montt". Esta gente recuerda los hitos del tren como si se tratara del día de su boda.

A la hora del almuerzo, nos reunimos en el vagón comedor, que todavía conservaba un toque de distinción muy añejo y una funcionalidad considerable. "Tiene más de 50 años, pero como es de fabricación alemana...", aclaró Jorge Díaz, que después de comer se puso a repasar partes, y después a jugar a las cartas con sus colegas. Luego charlamos, y me pre­guntó por la muerte del futbolista Juanito, añadiendo: "Yo soy colocolino (por el club chileno Colo-Colo) de corazón, aquí tiene mi carné". Sacó la cartera y allí estaba la tarjeta de socio, junto al documento de iden­tidad y la fotografía de sus hijos. Le pregun­té si el tren le había dado buenos momentos: "Los mejores han sido cuando han viajado en el tren personas importantes. Senadores de la República, diputados, artistas, depor­tistas. Sabe usted, aquí uno no se mueve, pero la vida sube y baja del tren". ¿Y recuer­dos tristes? Cabeceó: "Los atropellos, que por desgracia son muy numerosos, de ani­males y personas. Y tener que hacer bajar a familias enteras porque carecen de billete. Se me pone un nudo aquí, porque lo hacen por necesidad. Pero el reglamento es así, y hay que respetarlo".

Casi sin darnos cuenta, hablando, había­mos abandonado la Región de los Lagos, para adentrarnos en la Araucanía. Ascen­díamos en altura y bajábamos en tempera­tura. La niebla empañaba los cristales toda­vía enteros. A retazos, cuando un desgarrón producido por el sol lo permitía, veíamos vacas soñolientas, mujeres que trabajaban la tierra, encorvadas, que giraban la cabeza para contemplar el paso del tren, abrigadas con todo tipo de prendas invernales, una en­cima de otra. Y árboles frutales: duraznos, damascos, manzanas, peras, como gemas opacas incrustadas en el elegante fondo ver­de de terciopelo.

En una estación cuyo nombre no recuer­do e incomprensiblemente no anoté en el cuaderno, grupos de mujeres se precipitaron en el andén hacia las ventanillas, ofrecién­donos ramilletes de flores rojas como la san­gre fresca. "Son copihues, la flor nacional de Chile", dijo el jefe de tren. "Está prohibi­do cortarlas, pero qué van a hacer, si la gen­te es tan pobre".

Me habían dicho que pronto empezarían a aparecer las araucarias, que se dan en cli­mas de altura, y yo escudriñaba ansiosa, limpiando los cristales con el puño de mi jer­sey, pero no vi ninguna, seguramente de lo nerviosa que estaba ante el nuevo cambio que se iba a introducir en el viaje.

"¿Temuco?" trató de desanimarme, sin embargo, el jefe de tren?. Es una ciudad sin nada particular.

Pero yo llevaba en la memoria algunas frases de Pablo Neruda relativas a la ciudad adonde le llevaron siendo un bebé, después de que su madre muriera en el posparto, y en la que creció: "Por mucho que he caminado me parece que se ha perdido ese arte de llo­ver que se ejercía en mi Araucanía natal". No llovía en Temuco cuando bajé del tren, a pesar del cielo encapotado, y, sin embargo, era tal y como el poeta la definió en otra fra­se: "Una ciudad pionera, sin pasado pero con ferreterías". Todavía hoy conserva Te- muco ese trazado de calles rectas sin conce­siones a la belleza, con la prioridad de los talleres y comercios y un tráfico de gente atareada. Tiene cosas peores: el jefe de las fuerzas militares, que fungió en las eleccio­nes como jefe de plaza -vigilante del orden público- es el comandante Rastrof Marchenko, uno de los más destacados tortura­dores que tuvo la dictadura.

Esta ciudad sin pasado lo es hasta tal punto que buscar la huella de Neruda se convirtió en una tarea épica. Más de una puerta se me ce­rró con un "No sabemos nada de ese hombre" pronunciada por el típico fascista de bigotito fino, y los más ancianos, a los que acudí para que rescataran de su memoria los restos del ayer, no acabaron de ponerse de acuerdo acerca del emplazamiento de la casa en donde el autor del Canto general había transcurrido su infancia. Al fin, quiso la suerte que el taxis­ta a quien abordé para un último intento de­sesperado y a ciegas tuviera a gala haber sido amigo de Raúl Reyes, ya fallecido, sobrino- nieto del poeta, y en su Chevrolet chirriante y lleno de estampas sagradas me condujo a casa de Lidia, la viuda, en cuya cotidianeidad irrumpimos para toparnos con Pablito, un pe­queño sobrino-biznieto que tenía, tiene, la mi­rada y los rasgos finos de quien en la partida de nacimiento se llamó Neftalí Reyes.

En el comedor familiar, la señora Lidia fue sacando las fotos amarillentas de su antepasa­do poeta, y también de su padre, el ferroviario José del Carmen Reyes. Hablaba con emo­ción de Neruda, y transmitía al hombre más que al artista: "Aquí está el tío cuando volvió de que le dieran el Nobel", "éste es el tío, re­cién nombrado embajador de la India". Pero Neruda no tiene monumento en Temuco "tan sólo le han dado su nombre a un li­ceo", y en las escasas librerías apenas pude encontrar un par de ejemplares -la dependienta se tomó su tiempo para localizarlos- del Canto general, con las hojas abarquilladas y cubiertas por una película arenosa. El 11 de septiembre de 1973 fue duro para Lidia y su fa­milia: Pinochet había tomado el palacio de la Moneda y en Temuco se afilaron los cuchillos. "Entraron arrasando, creyendo que aquí yo guardaba quién sabe qué. Y le dije al teniente, ¿es que no tiene usted en su casa recuerdos de familia?". Neruda moriría en Santiago de Chile, el 23 de aquel aciago mes, sin haber regresado a Temuco, la ciudad en donde siem­pre llovió durante su infancia.

Por fin rompió a llover, con un agua fina como llanto, cuando ya dejaba Temuco. Poco antes de meterme en el autobús en el que atra­vesaría los Andes -en ese punto no hay fe­rrocarril-, vi las primeras araucarias, en la plaza. Son árboles robustos, como pinos en­crespados, de hojas gruesas y ramas enhiestas como la cornamenta de alce. Se dan en los cli­mas gélidos, en las inmensas soledades. Son árboles que resisten el frío y la nostalgia.

En mi cuaderno, el paso de los Andes se reduce a estas notas: "Bosques de araucarias. Nieve. Un muchacho chileno, que trabaja en Río, hace fotos sin parar para regalárselas a su novia brasileña, que nunca ha visto la nie­ve. El oficial de la aduana argentina: insolen­te, abusón, militar. Más araucarias".

Una vez más, el recuerdo supera lo escrito. ¿Cómo contar el paso de los Andes? Hasta en­tonces sólo los había atravesado en avión, y siempre las historias que llevaba o traía de Chile superaban la impresión que me produ­cían los macizos montañosos vistos desde arriba. Eran aviones aquéllos en los que, a menudo, podías encontrarte con chilenos que lloraban porque se iban para siempre, o por­que viajaban con permiso para visitar a pa­rientes exiliados que se estaban muriendo. Siempre asocié la cordillera a la separación, a la pérdida. Y ahora que la atravesaba en algo tan vulnerable como un autobús lleno de gen­te somnolienta me sorprendía su dimensión humana, la forma en que los picos nevados ju­gaban al escondite con nosotros, la habilidad con que se presentaban a lo largo del camino, como en una escalada de impresiones.

A menudo el camino adquiría la dureza y la brillantez del cuarzo, y, en las orillas, se en­crespaban matas de quetal, asomando sus ver­des y malvas bajo la escarcha. Aquí los robles también se concentraban, impedidos de crecer por las heladas, erizados de desnuda belleza. Y los espinos tenían la elegancia de un dibujo abstracto.

Leo en mi cuaderno: "Le pregunto a mi ve­cina de asiento dónde estamos. Me mira con asombro: '¡En la Patagonia argentina, mu­jer!". Es cierto, pero lo que la gente entiende por Patagonia, ese concepto de tierra desola­da e infinita, empieza más al Sur". Habíamos llegado a la provincia de Neuquén, con sus muchos ríos, sus tres valles cargados de fruta­les, su riqueza mineral e hídrica, su rebeldía ante el poder central. Una vez más cambiaba el paisaje de América, cambiaba el tono de su historia.

El Estrella del Valle, con destino a Bahía Blanca, me esperaba en la estación de Neuquén.

Tren en Ecuador donde muchos viajeros hacen el recorrido en el techo de los vagones (Reportaje publicado en EL PAÍS SEMANAL en el año 1992).
Tren en Ecuador donde muchos viajeros hacen el recorrido en el techo de los vagones (Reportaje publicado en EL PAÍS SEMANAL en el año 1992).BERNARDO PÉREZ
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