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ÍDOLOS DE LA CUEVA
Columna
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Sin miel en los labios

Manuel Rodríguez Rivero

Buena parte de la generación de mis abuelos leyó fascinada La vida de las abejas (1901), el popular ensayo que Maurice Maeterlinck elaboró a partir de preguntas lastradas de una poética naturalista muy del gusto de la época: ¿a qué voluntad (superior) obedecían esos himenópteros en su atareado ir y venir?; ¿qué arquitecto les guiaba en la admirable construcción de sus colmenas?; ¿de quién aprendieron su bienhechor quehacer eterno, la jerarquización escrupulosa de sus enjambres, la eficacísima división del trabajo entre sus individuos? En el destino de las abejas, suponía el escritor belga, estaba también inscrito el de la humanidad.

Visto con perspectiva, el libro de Maeterlinck se integra perfectamente en la larga historia mitológica y literaria de las abejas. Divinizadas por los egipcios como lágrimas de Ra, los pitagóricos constataron en la simetría hexagonal de las celdillas de sus colmenas la armonía matemática del Universo. Milenios después de que fuera pintada en la Cueva de la Araña (Bicorp, Valencia) la escena en que se representa a un individuo que recolecta la miel de una colmena, Virgilio nos recordaba en Geórgicas que fue Aristeo -el primer apicultor- quien enseñó a los hombres el arte de cultivarlas y aprovecharlas.

El libro de Maurice Maeterlinck se integra perfectamente en la larga historia mitológica y literaria de las hoy amenazadas abejas

Porque, más allá de la fascinación que su organización social ha ejercido sobre pensadores políticos (de Platón a los socialistas utópicos), monarcas absolutos (incluyendo al epígono Bonaparte) y ciertos empresarios (como Ruiz Mateos) que adoptaron su imagen como símbolo propiciatorio, lo cierto es que las abejas han constituido un factor imprescindible en el desarrollo de la agricultura y la civilización. Además de proporcionarnos su producción más directa (cera, miel), estos himenópteros, hoy en serio peligro de extinción, siguen siendo importantísimos agentes de la polinización y, por tanto, elementos fundamentales en la obtención y renovación de las cosechas.

Desde hace un lustro, cuando las organizaciones de apicultores levantaron la voz de alarma sobre la súbita extinción de muchas colonias, el declive de la población mundial de abejas no ha cesado de agravarse. La misteriosa desaparición de estos antófilos, que desertan de sus colmenas sin dejar rastro (motivo por el que los científicos han bautizado la enfermedad como síndrome de Mary Celeste, en alusión al nombre del célebre bergantín fantasma que fue descubierto navegando sin tripulación por el Atlántico), ha adquirido ya proporciones dramáticas en todo el planeta y, especialmente, en Estados Unidos. Si no se logra encontrar pronto la solución a la enfermedad que las extermina podría producirse un desastre biológico que afectaría al sistema alimentario mundial. Y que acabaría con muchas economías regionales.

A pesar de que los estudios más solventes se inclinan por la interacción de muy complejos factores patógenos, la mayoría de los investigadores señalan el cóctel de pesticidas (en algunas abejas se han llegado a detectar vestigios de un centenar) en el origen de esta epidemia que afecta al cerebro de las abejas, bloqueando su sentido de la orientación e impidiendo la imprescindible comunicación (la famosa "danza") entre los individuos del enjambre. Ni encuentran comida, ni pueden succionar el néctar que las alimenta. Ni, claro, polinizar las cosechas. Simplemente se mueren. A millones.

Lo que resulta cada vez más evidente es que en nuestros pecados medioambientales llevamos nuestra penitencia ecológica. El universal y admirable sistema de la polinización es otro de esos dones gratuitos de la naturaleza que, como el aire que respiramos, nos empeñamos en dilapidar. O ponemos pronto remedio a la plaga que está acabando con las abejas o los eruditos del futuro (suponiendo que existan) tendrán que poner notas a pie de página para explicar la importancia que para sus antepasados tuvieron esos zumbones insectos divinos.

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