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ÍDOLOS DE LA CUEVA
Columna
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Lo que nadie lee

Manuel Rodríguez Rivero

No me refiero a las clónicas novelas históricas que se saldan masivamente en los baratillos de los grandes almacenes. Y tampoco a los libros que dormitan en la fila más inaccesible de las bibliotecas domésticas: esos que señalan, como testigos encuadernados, etapas en la educación sentimental de cada cual y que no se tiran nunca y sobreviven a todas las mudanzas por desidia o superstición, o porque nos recuerdan cómo éramos cuando los leíamos. Entre los que yacen acumulando polvo en el estante más alto de mi biblioteca selecciono, por estricto orden autobiográfico, la Historia de España, de Ramos-Oliveira, los tres tomos de "las escogidas" de Lenin, Las puertas de la percepción, de Huxley, y El Yo dividido, de Laing, además de un par de novelas de la última época de Cela (una de ellas dedicada, lo que justifica su supervivencia). Para colmo de fetichismos, algunos de esos libros están subrayados, lo que multiplica su relevancia biográfica, como cuando en un estrato del yacimiento aparece un bifaz de sílex que evoca el estilo de vida del propietario de la mandíbula previamente desenterrada.

Desde que manejo tabletas electrónicas esos incómodos libracos han mejorado en mi estimación

Hablo de libros que no faltan en ningún hogar, pero a los que nadie presta atención. Tomazos de 1.500 páginas y millones de caracteres en cuerpo diminuto (de hecho, los oftalmólogos utilizan sus textos -sin pagar regalías- para determinar la agudeza visual de sus pacientes), que siguen reeditándose y cuyas tiradas alcanzan cifras que para sí querrían Almudena Grandes o Arturo Pérez-Reverte, por citar a dos autores que no venden mal los suyos. Son libros, sin embargo, por los que ninguna editorial paga anticipo. De hecho, carecen de autor claro y preciso (les pasa como a Wikipedia, que no ha podido procesar a Houellebecq por haberse "inspirado" literalmente en sus artículos) y no interesan ni a los agentes ni a los críticos. No se venden en las librerías, y ni siquiera tienen precio, ni ISBN (pero sí depósito legal). Me refiero a las guías telefónicas.

Para mí, que me dedico a esto de los libros, es un auténtico misterio qué hace la gente con ellas. En las épocas en que yo leía -y subrayaba- algunas de las obras más arriba citadas, apilaba sus tomos junto a la cama y me servían de mesita de noche. Luego fueron utilizadas como puffs o apoyapiés. Y tuve una novia, bricoleuse y lectora de Agatha Christie, que convirtió un volumen en humilde y disimulada caja fuerte, tras vaciar pacientemente con un cúter el centro de sus páginas: allí escondíamos papel moneda, el diafragma y la crema, un escapulario de oro y, a veces, una fragante china marroquí. Pero a medida que me aburguesaba y me convertía en un tipejo irrecuperable -un hombre blanco muerto-, los mamotretos de Telefónica comenzaron a desaparecer del paisaje doméstico y a ser relegados al trastero, de donde se rescataban de vez en cuando para arrancarles algunas páginas y limpiar con ellas los cristales o, en una ocasión, para averiguar el teléfono de los bomberos (teníamos una urgencia).

Y, miren por dónde, desde que manejo tabletas electrónicas esos incómodos libracos han mejorado en mi estimación. Últimamente me sorprendo estudiando sus columnas perfectas, que me informan sin épica (tal como quería el nouveau roman) de mis conciudadanos: apellidos, iniciales del nombre, dirección, teléfono. Me entero de que, en 1991, el Tribunal Supremo de EE UU (Feist versus Rural) absolvió de la acusación de plagio a una compañía telefónica que había copiado la guía de otra, utilizando el argumento de que el repertorio no estaba sujeto a copyright puesto que "no contenía la menor huella de creatividad". El grado cero del libro: como las tabletas de arcilla en que los sumerios consignaban sus existencias de cereal. De repente, la guía telefónica se me ha convertido en el libro perfecto, la vuelta a los orígenes. Ahora tengo una sobre la mesa baja del salón.

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