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Reportaje:

La nieta díscola de la revolución

Wendy Guerra retrata el desencanto cubano en 'Nunca fui Primera Dama'

Javier Rodríguez Marcos

Hace dos años, Wendy Guerra (La Habana, 1970) estalló como un volcán en la literatura latinoamericana. Eduardo Mendoza, como jurado único, otorgó el premio Bruguera a su primera novela, Todos se van. Destacada por la prensa española como uno de los libros de 2006, le llovieron las traducciones y se convirtió en un fenómeno de culto en Cuba. "Me tocaban a la puerta con fotocopias y yo las cambiaba por un libro", cuenta la escritora, "¡pero eran cada vez 15 euros! Al final dije: viva la piratería".

Tanto Todos se van como la novela que acaba de publicar, Nunca fui Primera Dama (Bruguera), hablan el lenguaje de los nietos de la revolución, aquellos cuyos padres no participaron en ella "pero se sacrificaron por sostenerla". Su generación ya es otra cosa. Ha descubierto que el eslogan "revolución o muerte" incluye un 50% de posibilidades de morir y, cansada de todo gregarismo, se preocupa menos por la política que por la invasión de su intimidad: "La vida de los otros se convierte a veces en la vida de nosotros. Te tienen tomado el teléfono, te observan... Cuando Sanidad venía a casa a hacerme la prueba citológica le decía a mi mamá: ¡Es mi útero! Ella me contestaba: lo hacen por ti. Y yo: Por favor, no me cuiden tanto".

Mezclando voces y géneros con una fuerza expresiva fuera de lo común, Nunca fui Primera Dama es la historia de una hija que trata de entender a su madre: "Yo le hacía a mi mamá preguntas que si me hubiera respondido negarían toda su vida". ¿Cuáles? "¿Valió la pena vivir esto? ¿Valió la pena renunciar a tanto? ¿Valió la pena, valió la pena?", explica Wendy Guerra. Antes de morir, la madre de la escritora, enferma de alzhéimer, discutía con Castro cuando éste salía por televisión. Si viviera, dice Guerra, ya no le preguntaría nada: "Las respuestas las tiene que encontrar una por sí misma. Sometimos a nuestros padres a una verdadera tortura". Una amiga del exilio le dijo algo que le costó aceptar: "Dejémonos ya de hablar de Fidel. Nosotros nos fuimos huyendo de nuestros padres". Esa frase, explica Wendy Guerra, le valió a su amiga la incomprensión de otros trasterrados: "La maldición de los cubanos es el malentendido. Nos pasamos la vida dando explicaciones por habernos ido o por habernos quedado". Ella se quedó -"un país es de la gente, no de sus dirigentes"- y de eso tratan también sus libros: "La mitad de mis afectos están fuera. No se puede contar la historia de Cuba sin contar el exilio".

Respecto a su vida en Cuba, Wendy Guerra es rotunda: "No tengo derecho a quejarme. Claro que se pasa mal y que a veces saldrías corriendo. Te defiendes escribiendo, pero no puedes ir de heroína porque todo el mundo vive como tú". Pegado al presente, Nunca fui Primera Dama narra el día en que Fidel Castro renunció al poder: "Este libro es un sustituto de lo que no se publica en Cuba", subraya su autora. ¿Ha cambiado algo desde esa renuncia? "Nada. Vivimos como esperando que se muera alguien para ponernos de acuerdo". Cuando se le pregunta qué le falta y qué le sobra a la isla, no duda: "Le faltan los que se fueron y le sobran los motivos por los que ellos se fueron". Lo mejor, con todo, son que allí "la gente todavía no está contaminada, no lucha por tener el Audi del año. Pedimos tan poco... Si la liberación de la mujer es una lavadora, la de un escritor es poder decir lo que piensa". Ella, desde luego, lo dice: "Estamos acostumbrados a pedir y tal vez deberíamos exigir. Yo nunca he visto una huelga en Cuba".

La escritora Wendy Guerra, en Madrid.
La escritora Wendy Guerra, en Madrid.ULY MARTÍN
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Sobre la firma

Javier Rodríguez Marcos
Es subdirector de Opinión. Fue jefe de sección de 'Babelia', suplemento cultural de EL PAÍS. Antes trabajó en 'ABC'. Licenciado en Filología, es autor de la crónica 'Un torpe en un terremoto' y premio Ojo Crítico de Poesía por el libro 'Frágil'. También comisarió para el Museo Reina Sofía la exposición 'Minimalismos: un signo de los tiempos'.

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