El nihilismo visual de Ricky Dávila

Si la fotografía puede compararse con pequeñas descargas de electricidad, la de Ricky Dávila sería como meter directamente los dedos en un enchufe. No se trata del mero impacto, nada más lejos de la intención de este fotógrafo vasco, sino de una corriente de luz salvaje que nos habla no tanto del objeto fotografiado como de un fotógrafo en una infatigable persecución de sí mismo. Nubes de un cielo que no cambia es el último trabajo de Dávila (Bilbao, 1964), 50 imágenes en blanco y negro y de gran formato de la ciudad de Bogotá que desde ayer se exponen en la Casa de América de Madrid y que se recogen en un libro del mismo título. "No quiero dar cuenta de una ciudad inabarcable y poliédrica", explica Dávila. "No es la ciudad, la geografía soy yo. La elección de ese escenario no es inocente, porque no hay nada menos inocente que la fotografía. Uno viaja para conocer su propio mapa y saber eso es tremendamente liberador".
Tres viajes durante los últimos dos años de la mano de un cicerone que tampoco es casual: el joven poeta colombiano Dufay Bustamante. A Ricky Dávila no le gustan los pies de fotos, ni los datos, y ahí entra la poesía de Bustamante: "Algún día seré el guardián / de tus paisajes desaparecidos, / en la fiesta de pétalos, / de luz / en los orgasmos que no vivo".
"Comparto con Dufay el recurso de la metáfora como instrumento de supervivencia. Nihilismo visual. No hay respuestas totales. Lo mejor que se puede hacer es llegar a las preguntas válidas. Y sólo son sobre el amor, la muerte, la amistad y el paso del tiempo. Estamos condenados a esas preguntas". Dávila habla mientras monta las fotografías en las salas donde permanecerán hasta el 21 de febrero. Habla así mientras toma decisiones prácticas y su aire, tan aniñado como sólido, adquiere una intensidad física que impone. "Cuando Dufay me envió los poemas me sorprendió: yo quería algo en plan Bukowski de semáforo pero él me hablaba de acantilados. ¿Adónde voy yo con acantilados?, le dije, y me respondió: lo siento, licencia poética".
Por esa misma licencia poética, las fotografías de Dávila convierten la prosaica suciedad de unos arrabales en un rincón de recogimiento. Patios traseros, naturalezas muertas, mendigos o edificios negros que flotan no se sabe muy bien hacia dónde. El humo, las sombras o un tigre que ruge desde una pintura kitsch que él revive con un sentido nuevo. ("Tampoco es el espejo, es el brillo de los otros", escribe su poeta amigo). "No soy un fotógrafo de exotismo. Elijo escenarios que me resultan familiares, me reconozco en las memorias de los demás. Pero sigo dependiendo del viaje como excusa para trabajar".
Dávila dice que después de 20 años de trabajo tiene certeza de lo que no quiere, cada vez distrae menos la mirada. "Mi fundamento es documental pero me ha ayudado desprenderme de las perchas periodísticas. Ahora bailo más, soy más un borrachuzo que un hombre de combate, no me peleo con la realidad, bastante es sufrirla, sólo quiero bailarla".

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