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Un niño en una calle de Sevilla

Babelia ofrece a sus lectores el capítulo primero de 'Juan Belmonte, matador de toros'

Juan es un niño atónito, que cuando asoma por las tardes al portal de su casa con el babadero recosido y limpio, llevan - do en las manecitas la onza de chocolate y el canto de pan moreno que le han dado para merendar y contempla el abigarrado aspecto de la calle desde la penumbra del zaguán, se siente sobrecogido por el espectáculo del mundo, y se queda allí un momento asustado, sin decidirse a saltar al arroyo. Cuando, al fin, se lanza a la aventura de la calle, lo hace tímidamente, pegándose a las paredes, con la cabeza gacha, la mirada al sesgo, callado, paradito, atónito.

Juan es muy poquita cosa, y la calle, en cambio, es demasiado grande, tumultuosa y varia. Es una calle tan grande y tan varia como el mundo. Juan no lo sabe pero la verdad es que lo que él quisiera, callejear libremente, ser amo de la calle, es tan difícil como ser amo del mundo. Los niños que no se asustan en una calle como aquélla y a fuerza de heroísmo la dominan, podrán dominar el mundo cualquier día. En todo el mundo no hay más de lo que hay en aquella calle de Juan; ni más con fusión, ni peores enemigos, ni peligros más ciertos.

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Vive Juan en una casa de la calle Ancha de la Feria -la casa señalada con el número 72-, en la que ha nacido. Nacer en la calle Ancha de la Feria y encararse con la humanidad que hierve en ella apenas se ha cansado uno de andar a gatas y se ha levantado de manos para afrontar la vida a pecho descubierto, es una empresa heroica, que imprime carácter y tiene una importancia extraordinaria para el resto de la vida, por que súbitamente la calle ha dado al neófito una síntesis perfecta del Universo. Los sevillanos, que son muy vanidosos, advierten la importancia que tiene esto de haber nacido en la calle Ancha de la Feria y lo exaltan. Es algo tan decisivo como debió serlo el nacer en el Ática o entre los bárbaros. Lo que no saben los sevillanos -y si se les dijese no lo creerían - es que tan importante como haber nacido en la calle Ancha de la Feria es nacer en cualquiera de las quince o veinte calles semejantes -no son más- que hay por el mundo. Calles así las hay en París, en los alrededores de Les Halles, en cuatro o cinco ciudades de Italia, sobre todo en Nápoles, y aun en Moscú, allá por el mercado de Smolensk. Hasta quince o veinte en el vasto mundo. Aunque los sevillanos no quieran creerlo.

Estas calles privilegiadas son el ambiente propicio para la formación de la personalidad, el clima adecuado para la producción del hombre, tal como el hombre debe ser. Son esas calles que milagrosamente llevan varios siglos de vida intensa, sin que el volumen de su pasado las haya envejecido; son viejas y no lo parecen; sin que se les haya olvidado nada, viven una vida actual febril y auténtica, vibrando con la in quietud de todas las horas; en cada generación se renuevan de manera insensible y naturalísima: a las tapias del convento suceden los paredones de la fábrica, el talabartero deja su hueco al stockista de Ford o Citroën, en el corralón de las viejas posadas ponen cinematógrafos y por la calzada don de antes saltaban las carretelas zigzaguean los taxímetros. Esta evolución constante les da una apariencia caótica por el choque perenne de los anacronismos y los contrasentidos. Ya ha surgido el gran edificio de las pañerías inglesas, y aun hay al lado un ropavejero; todavía no se ha ido el memorialista y ya está allí empujándole a morirse la cabina del teléfono público; junto a la Hermandad del Santísimo Cristo de las Llagas está el local del sindicato marxista; aún no se ha arruinado del todo el señorito terrateniente y ya quieren comprarle la casa para edificar la sucursal de un Banco; los quincalleros, con sus puestecillos ambulantes, disputan la calzada a los raíles del tranvía; los carros de los entradores del mercado llevan a su paso moroso a los automóviles que vienen detrás bocinándoles inútilmente; los pajariteros tapan las bocacalles con sus murallas de jaulas; tapizan las aceras los vendedores de estampas y libreros de viejo; los taberneros sacan a la calle sus veladores de mármol y sus sillas de tijera; en las esquinas hay grupos de campesinos y albañiles sin trabajo que toman desesperadamente el sol, y mocitos gandules y achulados que beben vasos de café y copitas de aguardiente; los chicos se pegan y apedrean en bandadas, gruñen las viejas, presumen las mozuelas, discuten las comadres, los perros merodean a la puerta de las carnicerías y el agua sucia y maloliente corre en regatos por el arroyo. Todo está allí vivo, palpitante, naciendo y muriendo simultáneamente. Y así, en Sevilla como en París y en Nápoles y en Moscú.

La calle es una buena síntesis del mundo. Lo que intuitiva mente aprende el niño que se ha criado en su ámbito tumultuoso tardarán mucho tiempo en aprenderlo los niños que esperan a ser mayores en la desolación de los arrabales recientes o en el fondo de los viejos parques solitarios. Los niños que nacen en estas calles se equivocan poco, adquieren pronto un concepto bastante exacto del mundo, valoran bien las cosas, son cautos y audaces. No fracasarán.

El niño del quincallero

Pero de momento, ¡cuánto sobresalto y cuánta angustia! El niño del quincallero, que es un niño endeblito y guapo, uno de esos niños decentes que viven esclavos de que no se les caigan los calcetines y de que no se les ensucie demasiado el trajecito, cuando se lanza a la aventura heroica de la calle lleva cuajada en los ojos una mirada atónita. ¿Por dónde me vendrá el golpe? -se pregunta asustado-. ¿Qué carro me sal picará de fango al pasar? ¿Qué golfillo desesperado querrá guerra conmigo? ¿De qué lado vendrá la pedrada que hiere o la pella de barro que humilla? ¿Qué perro malhumorado tirará su dentellada a mis pantorrillas? ¿Qué chalán receloso me sentará la dura mano? Juan teme todo esto y mucho más; teme al mundo hostil que le amenaza y al mismo tiempo le atrae.

Una vez a la semana, los jueves, se fragua en medio de la calle un pintoresco mercadillo, un auténtico zoco marroquí, al que acuden los baratilleros de toda Sevilla y venden papel, libros, loza y hierros viejos; vienen también los piñoneros serranos y los hortelanos de la vega con sus nísperos y sus alcauciles. En el jueves se venden, además, garbanzos tostados, pipas de girasol, avellanas verdes, palmitos, cigarrillos de cacao y unos peces y unos gallos de caramelo rojo maravillosos. El jueves es el gran día de la calle y de Juan. Irse a merodear alrededor de los puestecillos es la ilusión de la chiquillería. Todos los granujas del barrio andan escurriéndose como anguilas entre la muchedumbre de chalanes y compradores. Juan se escapa cuando puede y se junta con ellos gozoso y un poco ate morizado.

El abuelo de Juan tiene en la calle Ancha de la Feria una tiendecita de quincalla, que, andando el tiempo, será de su padre y de su tío. Es un negociejo humilde y saneado, que permite vivir con cierta holgura. La madre de Juan, con su orgullo de menestrala acomodada, cuando le fregotea la cara y las orejas y le coloca bien estiradas, por encima de la rodilla, las medias negras de lana, advierte con cierta vanidad a su hijo:

- No te juntes, Juan, con esos granujas de la calle. No aprenderás nada bueno.

Pero Juan está rabiando por aprender todo lo que saben del mundo aquellos granujas de la calle. ¡Qué más quisiera que ser como ellos! ¡Cómo los admira! ¡Con qué entusiasmo los ve organizar pedreas y merodear por los puestos para hurtar un puñadito de piñones! ¡Con qué ciega y heroica fe les sigue en sus correrías, aunque para él, menos listo, menos granuja, niño atónito y paradito, sean al final los golpes que se pierden y los obstáculos en que se tropieza! Juan vuelve de estas correrías roto, manchado, con la cabeza dolorida, el corazón batiéndole a la desesperada, los ojos encendidos por la fiebre. Cuando se le ve en la tienda de quincalla, al lado de su madre, niño limpio y decentito, nadie se imagina esta otra vida aventurera y heroica de Juan.

- ¡Qué bueno es su niño! - dice, aduladora, una vecina a la madre de Juan.

- ¡Pero si es malísimo! - protesta la madre con grandes aspavientos-. ¡No sabe nadie los disgustos que nos da esta mosquita muerta!

«Cuatro caballos llevaba el coche del Espartero»

Juan cree que el primer recuerdo de su vida es la muerte del Espartero. Cuando esto ocurrió, Juan tenía poco más de dos años. ¿Se enteró entonces de aquel suceso o por haberlo oído contar después muchas veces cree de buena fe recordarlo? El error es frecuente; aunque existe, es verdad, una memoria precoz que nos permite acordarnos de un hecho, de un ras go que nos hirió vivamente mucho antes del despertar normal de nuestra sensibilidad. Juan insiste en que se acuerda de la muerte del Espartero, y ahondando perfila netamente el recuerdo:

- Yo no sabía nada de nada. Del limbo en que vivía extraigo este recuerdo auténtico. Estoy subido en el pescante de un coche. Acaso es la primera vez que me suben a un coche, y este hecho nuevo ha sacudido mi sensibilidad, dormida aún. Alguien viene y dice: «Un toro ha matado al Espartero». Yo no sé entonces lo que es un toro, ni quién es el Espartero, ni lo que es la muerte. Pero aquellas palabras, el efecto desastroso que causan, el desconcierto que producen en torno mío y, sobre todo, el abandono, la soledad en que repentinamente me dejan, quedan grabados en mi mente para toda la vida.

No es difícil reconstruir la escena. Aquella tarde de do - mingo, la familia de Juan ha alquilado un coche para dar un paseo por las ventas de los alrededores. Al niño le suben al pescante, junto al cochero. «Mira, Juan, mira el caballito », le dicen para excitar su atención. «¡Arre, caballito, arre!» El niño está contento y palmotea de júbilo. Va cayendo lenta mente aquella tarde serena y gozosa de domingo. Vuelve el coche despacito a la calle de la Feria, y el niño va todavía en el pescante contemplando el panorama del mundo con sus ojos azules muy abiertos. Al detenerse el coche junto a la puerta de la casa, un amigo se acerca presuroso: «¿No sabéis? - dice -. Un toro ha dado una cornada al Espartero y lo ha matado». Gran sensación. Todos se tiran precipitadamente del coche para inquirir detalles. El niño se queda solo en lo alto del pescante, y al verse allí abandonado se formula la primera interrogación de su vida. ¿Qué ha pasado? «Un toro ha matado al Espartero.» «Un toro ha matado al Espartero», oye repetir. Y no lo entiende. Sabe sólo que le han dejado allí en lo alto del pescante con aquel caballito cansado, que agita lentamente la cola y de tiempo en tiempo hiere el empe drado con el hierro de su pezuña. Va haciéndose de noche. La gente, emocionada, forma corrillos en las aceras. El padre de Juan se ha acercado a uno de aquellos grupos que cuchi chean. Ocho o diez hombres leen trabajosamente un papel debajo de un mechero de gas que el farolero, con su palo largo, acaba de encender. Las mujeres forman corros también a la puerta de las casas. Y nadie se acuerda del niño que ha quedado solo allá, en lo alto del pescante. «Un toro ha mata do al Espartero. » Juan, asustado, mira a su alrededor. La calle se ha puesto rara, triste. El niño percibe desde su atalaya la sensación que la muerte del Espartero ha causado en la calle, y sin saber por qué se acongoja. Le entran ganas de llorar y al final llora. ¡Un toro ha matado al Espartero!

Esta primera sensación de la vida de Juan parece auténtica. A reafirmarla y vestirla viene luego el pomposo espectáculo funeral con que Sevilla señaló la muerte del torero. Tras la pompa del entierro vinieron los tanguillos tristes que lo evocaban:

Cuatro caballos llevaba

el coche del Espartero...

Y los pasodobles elegíacos:

Manuel García, el «Espartero»

el que fue rey

de los toreros...

La infancia de Juan está presidida por este culto popular a la muerte heroica del torero. Es el acontecimiento más importante de su niñez. Años después, cuando Juan se da ya cuenta de todo, siguen cantando aquella muerte gloriosa los coros de niñas que se forman al caer la tarde en el fondo de las plazuelas solitarias.

Las monjas de Santa Clara

La familia de Juan va a vivir más tarde a la calle Roelas, una callecita estrecha, situada a espaldas de la calle Hombre de Piedra. La tapia del convento de Santa Clara corría a lo largo de esta callecita, y la chiquillería del barrio se ejercitaba en trepar por el paredón conventual y asomarse a las celosías de las ventanas para escandalizar a las monjitas con sus picar días.

Tienen un loro

las monjas del convento

de Santa Clara...

Juan iba con los granujillas a gatear por la tapia del con - vento para asustar a las monjas. Una mañana apareció un hombre ahorcado en aquel paredón, lleno de desconchones y coronado por los jaramagos. Alguien pintó con almagra una cruz grande en el sitio de la tapia donde estuvo colgado con la lengua fuera aquel desdichado, y a partir de entonces fue aquél un lugar sagrado y temible para la chiquillería.

- De noche - dice Juan - no se pasaba por aquel sitio. Ningún chiquillo del barrio se hubiese atrevido. No sé qué terror a lo desconocido nos infundía aquella cruz roja y grande marcada en el muro. Al toque de oraciones, entre dos luces ya, me encontraba yo muchas tardes al otro lado de la calle, y para ir a mi casa tenía que dar la vuelta a la manzana. Algunas veces me quedaba en la esquina con los pies clavados en el suelo, viendo a lo lejos la cruz de almagra iluminada por el parpadeo triste de un farol de gas. ¿Y si me atreviese? ¿Qué me pasaría? Una noche me atreví. Eché a andar con los dientes apretados y el corazón saliéndoseme por la boca. Pasé. ¡Cómo sonaban mis pasos en aquella callecita estrecha y solitaria! Nunca me he sentido más hombre. Serio, se rio, con los puños crispados, apretándome el fondo de los bolsillos y los ojos clavados en la cruz de almagra, pasé junto a ella desafiándola. ¡Con qué fuerza respiré cuando me vi al otro lado! ¡Qué placentera sensación de confianza en mí mismo!

Había hecho mi primera heroicidad. Parecerá grotesco, pero nunca he estado tan contento y tan orgulloso de mí mismo como aquella noche.

Las sirenas de la Alameda

Juan se iba volviendo malo. Sus incursiones llegaban ya hasta la Alameda, sede de toda la granujería del barrio. Al final de la Alameda se alzaba un palacete llamado El Recreo, a cuya entrada había una rampa para salvar el desnivel del suelo, sostenida por un muro que remataban artísticamente dos esfinges de bronce, a las que no se sabe por qué los sevillanos llamaban sirenas. Lo que más divertía a los niños de la Alameda era encaramarse al paredón y avanzar por su borde, guardando el equilibrio hasta llegar a las sirenas que quedaban a considerable altura.

- La hombrada - dice Juan - consistía en llegar hasta la sirena, montarse en su grupa y abrazarla por detrás, llegándole con las manecitas al pecho duro y frío. Una tarde, por alcanzar con mis brazos cortos el pecho de bronce de la sirena, me caí y me abrí la cabeza. Me llevaron sangrando a la Casa de So corro de la plaza de San Lorenzo. Sentado al fresco en la plaza estaba un practicante gordo, que con mucho sosiego recogió su silla, su pay-pay y su periódico y se dispuso a curarme.

- Te va a doler mucho, mocito. A ver cómo te portas - me dijo con un aire tan natural y sencillo, que me serené por completo.

Con sus dedos grandes y carnosos, el practicante estuvo lavoteándome y cosiéndome la cabeza sin que yo chistase. Fue la primera sensación de desgarramiento, de dolor de la carne, de gasas y vendas que tuve en mi vida. No me desagradó demasiado. Todavía recuerdo con una rara complacencia aquella cura dolorosa, aquel practicante impasible y aquella tarde suave en la plaza de San Lorenzo, cuando al salir de la Casa de Socorro me encontré en ella con la cabeza entrapajada.

Al volver a casa fue más doloroso y más feo. Era ya en mis oídos una obsesión aquella cantinela:

- Este niño se está volviendo más malo cada día.

Alimañas cautivas

Me mandaron a la escuela, como castigo. Era, de verdad, un castigo aquel caserón triste, con aquellas cuadras húmedas y penumbrosas y aquellos maestros malhumorados, en los que no suponíamos ningún humano sentimiento. Se decía que el edificio de la escuela había sido en tiempos una de las prisiones de la Inquisición, y había corrido la voz entre los niños de que en los sótanos se conservaban los aparatos de tortura que usaron los inquisidores. Todo aquello daba a la escuela un aire siniestro. Lo temíamos todo, y cuando tras pasábamos aquel portalón sombrío, era como si nos metiésemos en la boca del lobo. Frente al maestro teníamos una actitud hostil y desesperada de alimañas cautivas. El miedo real a la palmeta y un terror difuso a no sé qué terribles torturas inquisitoriales que nos imaginábamos, nos acorralaban ordenadamente en los duros bancos de la escuela. Una vez un maestro se entusiasmó golpeando a un niño. Le tiramos un tintero a la cabeza y nos fuimos.

Yo no fui a la escuela más que desde los cuatro hasta los ocho años. Me enseñaron a leer y escribir dolorosamente, es cierto, pero muy a conciencia. Ésa fue toda mi cultura académica.

Cuando se me murió mi madre

Por entonces nos fuimos a vivir a Triana. Caímos en una casa de vecindad de la calle Castilla. Allí murió mi madre.

No recuerdo de ella sino que era muy joven y muy guapa. Cuando se murió, las vecinas la amortajaron y le soltaron las trenzas, poniendo su gran mata de pelo extendida sobre la almohada. Me acuerdo del perfil sereno de mi madre aquel día y de su pelo negro, caído sobre los hombros afilados y el pecho hundido. Pusieron la cama de la muerta junto a una ventana que daba a un corredor, por el que toda la mañana estuvieron desfilando las vecinas que iban a llorarla. Debieron sentirla mucho: por joven y por guapa. Las vecindonas de todo el barrio, haciendo un alto en sus faenas, acudían arremangadas y con dos hijuelos a rastras para ponerse delante de la ventana de nuestro cuarto a mirar a mi madre muerta, a gemir por ella y a ponderar su mata de pelo. Yo, desde el rincón del patio donde me habían confinado, las veía ir tristes y volver sollozando. Nadie me hacía caso. Cuando, poquito a poco, me acercaba, un pariente o un vecino me empujaba suavemente diciéndome:

- Anda, Juan, vete a la puerta de la calle a jugar con los niños.

Por la tarde, a la hora del entierro, me pusieron un babadero negro y me echaron a la calle a jugar. Vinieron, manda dos por sus madres, unos niños y me propusieron que jugásemos a las bolas. Mientras jugaba con ellos, yo seguía disimuladamente con la vista los preparativos del entierro, el entrar y salir de los deudos y amigos, todo aquel ajetreo lento y silencioso. A medida que caía la tarde, una gran tristeza iba cayendo sobre mí. Yo estaba allí jugando con mis amigos como si tal cosa, pero allá en lo hondo me nacía una amargura, un desconsuelo que antes no había sentido. Era una sensación de soledad, de vacío, de no

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