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Columna
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Aquella noche en Donosti...

Era una ancianita enclenque y casi paralítica, necesitada de silla de ruedas o de un apoyo firme para mantenerse en pie, pero lucía pelucas que no dejaban sospechar que estaba calva, se maquillaba con cuidado exquisito para que sus ojos saltones de color violeta brillaran con brío, elegía con coquetería el broche exacto para cada vestido... Nos preguntábamos de dónde sacaba tanta energía a los 81 años para gobernarlo todo desde su fragilidad.

Supervisó los últimos detalles de sus apariciones, seleccionó su vestuario entre las docenas de maletas que había traído consigo, rechazó con firmeza a los maquilladores que no le gustaban, decidió el mueble en que apoyarse para aparecer sola y firme frente al público..., todo con determinación de hierro.

Nos preguntábamos de dónde sacaba tanta energía a los 81 años
Fue amortajada con el mismo traje de aquella noche inolvidable
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Mujer de carácter y mirada saltona

Bette Davis quiso despedirse del mundo en olor de multitudes, y aunque en el teatro de San Sebastián no cabían masas, recibió allí, público en pie, la última gran ovación de su vida. Esa noche se sintió feliz, se emocionó... aunque pronto se iba a enfadar mucho. Había exigido que se tradujera su discurso, y nada menos que Fernando Rey estaba dispuesto a hacerlo. Pero el actor, animal de teatro, comprendió que tras aquellos aplausos enfebrecidos no cabía traducción: el público había entendido a la Davis, al menos desde la emoción, y con eso bastaba. Ella, sin embargo, no estuvo de acuerdo, y cuando bajó el telón se enfrentó a todos con un gran cabreo. Hubo que sentarla y esperar a que amainara el temporal. Tardó tanto en calmarse que empezó la película que se proyectaba a continuación, con lo que resultaba imposible cruzar el escenario por delante de la pantalla para acceder a la salida. Hubo que caminar por detrás del enorme decorado, a oscuras, dando una vuelta complicada...

Entonces, la gran estrella que minutos antes había brillado en el escenario, se desmoronó. Entre bastidores, desvalida, frágil, agarrada a nuestros brazos como única salvación y con el fondo sonoro de la película de risa que se estaba proyectando, Bette Davis era un guiñapo. Pero de pronto, ante el asombro de todos, se produjo el milagro. Al salir por fin a la calle y encontrarse con la ovación del gentío que estaba esperando, la Davis volvió a erguirse y a desplegar su secreto poderío. La ancianita dejó paso a la estrella de otros tiempos, y de nuevo el público la aclamó entusiasmado. Entonces nos susurró: "Me han devuelto ustedes la vida".

Bette Davis murió en París 15 días más tarde, el 6 de octubre de 1989, víctima del cáncer que padecía. Su secretaria escribió diciendo que había querido ser amortajada con el mismo vestido de aquella noche inolvidable... Hubo quien especuló sobre si precisamente la inminencia de la muerte había sido el motivo de que hubiera aceptado la invitación de aquel modesto festival.

Quizás fue así, quién lo sabe. En San Sebastián derrochó glamour y esa sabia inteligencia escénica de los grandes del espectáculo, dirigiéndose a sí misma, y desde luego dirigiendo a los demás, para lograr una despedida apoteósica, triunfal, que le hiciera olvidar por un instante el lado oscuro de la decadencia y le devolviera a los años de triunfo en que con sólo una mirada ponía en posición de firmes a medio Hollywood.

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