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ÍDOLOS DE LA CUEVA
Columna
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La ofensiva de la nostalgia

Manuel Rodríguez Rivero

La nostalgia siempre vende. También libros, aunque a veces no de primera mano. Las subastas y los catálogos de las librerías de viejo reflejan la creciente demanda de temas que, en cualquier caso, siempre estuvieron en los desiderata de los bibliófilos. Del mismo modo que la inminencia del cambio de las divisas nacionales al euro suscitó un muy extendido coleccionismo nostálgico de los billetes y monedas que estaban a punto de desaparecer (la gente quería guardarlos como recordatorio de lo que fue moneda corriente), ahora se buscan libros acerca de lo que se sospecha (con razón o sin ella) que tiene sus días contados. Entre las temáticas en alza en el mercado secundario del libro están la tauromaquia (y la "fiesta nacional") y todo lo que se refiere al arte del libro clásico: dos asuntos muy diferentes que se perciben como inmersos en cierta atmósfera de final de época.

Salvo catástrofe universal, el libro nos sobrevivirá. Está por encima de la contingencia de nuestras vidas y miserias

La ofensiva nostálgica por el libro tal como se había entendido hasta hace poco (es decir, como todavía lo define la primera acepción de la entrada correspondiente en el DRAE) se refleja de diversos modos. En el corazón de todas las nostalgias por lo que se va existe un núcleo de aprensión hacia lo que llega. Y con motivo. Hacia 1500, menos de cincuenta años después de la bendita invención de Gutenberg, circulaban más de un millón de libros fabricados por 250 nuevas imprentas dispersas por todo el continente. En el ínterin se habían perdido miles de empleos (los de los copistas, por ejemplo) y se había transformado radicalmente el negocio, condenando a la ruina a innumerables artesanos y no pocos empresarios.

En el actual sistema del libro hay gente que ve el ciberlibro como portador de difusas amenazas. Y no les falta cierta razón. Los días de la hegemonía indiscutible del libro de papel parecen contados, y esa gigantesca transformación dejará obsoletas, necesariamente, determinadas actividades, oficios, procesos y rutinas vinculadas a su producción, distribución y comercialización. No va a ser para mañana, pero terminará ocurriendo. Y lo mejor que podemos hacer es irnos preparando para ello, tanto individual como colectivamente.

Sintomáticamente, y coincidiendo con la noticia de que Apple ha vendido más de medio millón de ejemplares de su iPad en la primera semana de su comercialización en EE UU, se han multiplicado en la red y en los medios las manifestaciones de esa nostalgia por el libro sin adjetivos. Algunos pronunciamientos son ingeniosos y entrañables, como el visitadísimo vídeo leerestademoda que está colgado en YouTube. Otros, resultan más patéticos, como un reciente artículo en The New York Times en el que se lamentaba, entre otras cosas, la pérdida de la cubierta en los libros electrónicos con el argumento de que ahora será imposible saber qué lee la gente en los transportes públicos. Ya ven.

Lo peor de estos ataques de nostalgia preventiva es que no tienen en cuenta algo esencial: salvo catástrofe universal, el libro nos sobrevivirá. Desde la invención de la escritura en adelante ha existido en uno u otro de sus variados avatares: está por encima de la contingencia de nuestras vidas, de nuestras inquisiciones, de nuestras miserias. Libros, a su manera, también lo son las tablillas mesopotámicas, los rollos y los códices. Porque de lo que se trata es de la continuidad del milagro de la cultura escrita, de ese depósito inmarcesible de sabiduría y sueños, de horrores y triunfos, que los hombres y mujeres de este mundo han dejado como testimonio de su paso por él. Ahora nos encontramos en la charnela de un tiempo nuevo para el libro. Uno puede preferir el soporte viejo al nuevo. O, a veces uno y a veces otro. El libro, no lo duden, sobrevivirá a su nostalgia. Y no se preocupen: en el peor de los casos, siempre nos quedará el mercado del libro de viejo. Afortunadamente.

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