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EL HOMBRE QUE FUE JUEVES
Columna
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Tras los pasos de Butch

Marcos Ordóñez

William Goldman contaba una historia extraordinaria sobre Butch Cassidy que no pudo incluir en Dos hombres y un destino. Detienen a Butch en Wyoming y el gobernador le ofrece la condicional si vuelve al buen camino. Butch medita unos instantes y responde, como Bartleby: "No creo que eso sea posible". Y todavía tiene el glorioso morro de hacerle una contraoferta: "Pero si me deja libre, le doy mi palabra de honor de que no volveré a atracar nunca en Wyoming". El gobernador acepta, y Butch cumple su palabra: cuando el Wild Bunch operaba en Wyoming, Butch se quedaba en casa. Hasta anteayer pensaba en Butch Cassidy y veía, cómo no, el rostro de Paul Newman. Desde anteayer veo el rostro de Sam Shepard en la espléndida Blackthorn, de Mateo Gil, una de las mejores películas españolas de este año y de muchos años. Doblemente memorable, porque no abundan los buenos westerns: ninguno me había gustado tanto desde Appaloosa. De Valor de ley me gustó Jeff Bridges, pero es que Jeff Bridges siempre está bien, aunque hay un exceso de composición en su papel de Rooster Cogburn. Tiene más grandeza Shepard, una grandeza casi japonesa. Por su rostro, por el modo de colocar sus frases y, sobre todo, por su manera de andar (de los ojos hablaremos más tarde). Shepard tiene el caminar de los grandes, de Wayne, de Mitchum, de Robert Ryan, de Lee Marvin, de Jean Gabin. Hackman es de los pocos que todavía camina así: su objetivo (y quien dice objetivo dice destino) está tan claro que no les hace falta apresurarse, y a cada paso marcan el ritmo de la película, la llevan en sus pies y sobre sus hombros.

'Blackthorn', de Mateo Gil, es una de las mejores películas españolas de este año y de muchos años

Escribo sobre Blackthorn, esa crónica del viejo Butch en Bolivia, porque me gustaría que más gente viera esa película, porque me gustaría (vanidosa pretensión) que durase. Tiene todo lo que hacía duradero un western en los sesenta o los setenta: el fulgor seco y elegiaco del relato, la belleza sin afectación de los planos, las cadencias de cada ritmo. Entonces ni siquiera hacía falta todo eso, a menudo, bastaba una sola secuencia: la secuencia nocturna del caballo salvaje destrozando el saloon en Monte Walsh, por ejemplo. Para muchos, Monte Walsh era un western menor, pero estuvimos hablando de aquella secuencia durante más de una década, y la recordamos todavía. Al ver la fantástica persecución en el desierto de sal de Blackthorn pensé en la nieve omnipresente de Wild Rovers, el único y extrañísimo western de Blake Edwards, un blanco tan absoluto como el de Tintín en el Tíbet, y pensé que en los sesenta hubiera bastado esa secuencia para que la película de Mateo Gil pasara a la historia. O el reencuentro final con el gran Stephen Rea, que habría sido el actor ideal para encarnar al cónsul Firmin, otro gringo varado en la nada.

Y sin embargo me dicen que Black-thorn ha pasado como un soplo por la cartelera, como pasa casi todo. Toda la ambición del proyecto, el esfuerzo de años para levantarlo, toda esa aventura, todo ese talento. Un amigo de entonces decía que los mejores westerns nos devuelven una imagen mítica de nuestros abuelos: sus rostros a la luz del quinqué, o cuarteados por el viento de los grandes espacios abiertos. Yo veo los ojos del viejo Butch, los ojos del enorme Shepard ("Los ojos del que sabe", como decía García Calvo), y pienso en la mirada de halcón de Joaquín Jordá, lo que me hace concluir que, quizá, Joaquín no murió realmente, sino que vive en Bolivia bajo otro nombre y otra máscara.

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