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DESPIERTA Y LEE
Columna
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El peso de la verdad

El siglo pasado no faltaron hombres de acción capaces de escribir testimonios literarios dignos de la más alta consideración: Saint Exupéry, Jorge Semprún o el Jan Valtin de La noche quedó atrás bastan como ejemplo. Pero quizá el más extraordinario de todos fue Víctor Serge. Hijo de rusos exiliados nacido en Bélgica, el internacionalista y libertario Víctor Serge fue activista revolucionario en todas partes, en Francia, en España (donde acuñó su nom de guerre), en Alemania, en Austria y en Rusia. Perseguido sin tregua por subversivo para los conservadores y traidor para los burócratas de la revolución, encarcelado y maltratado, obstinadamente enfrentado a las ortodoxias dictatoriales y a los asesinos por causas sublimes, vivió siempre insobornablemente fuera de sí, carente de patria y partido (el último en repudiarle fue Trotsky, al que apoyó cuando más arriesgado era hacerlo) hasta morir físicamente destrozado pero moralmente invicto en su exilio de México. Lo más asombroso es que en esa existencia de acosado sin sosiego escribió en vigoroso francés estudios, apuntes biográficos y al menos dos obras maestras de narrativa.

Víctor Serge fue perseguido por subversivo para los conservadores y traidor para los burócratas

Ambas tratan del estalinismo -fue el primero en llamarlo "totalitario"- y la corrupción del ideal emancipatorio que implantó en Rusia y extendió por Europa. Leí la primera de esas novelas, inolvidablemente titulada Medianoche en el siglo en 1976, cuando fue editada al comienzo de la transición por libros Hiperión. Pero hasta hace muy poco no conocí su máximo logro, El caso Tuláyev, aparecido en Alfaguara con prólogo de Susan Sontag, que señala: "Siempre ha habido gente que sostiene que la verdad es a veces inoportuna, desfavorable: un lujo". Es el reproche que más se le hizo desde cierta izquierda a Serge, como a Orwell, Solzhenitsyn y unos cuantos más. Porque el peso abrumador y necesario de la verdad es el tema de fondo de El caso Tuláyev, por lo demás uno de los libros más apasionantes y convincentemente conmovedores del pasado siglo. No la verdad del historiador o del cronista (como aclara en una nota previa el propio autor), ni mucho menos la mezcla de datos objetivos y ficción interpretadora que tanto gusta hoy, sino la verdad como efecto radiante del propio arte narrativo, que recurre a una voz de sinceridad inigualada que ya el viejo Aristóteles puso por encima del mero testimonio histórico.

Quienes sólo sabemos ser preposmodernos estamos convencidos de que la búsqueda, defensa e ilustración de la verdad es siempre la primera tarea del intelectual, digan lo que quieran Richard Rorty y su ingeniosa cohorte. Tarea de quien piensa y de quien habla o escribe para semejantes a los que respeta como a sí mismo, tarea que no excluye la divagación y la fantasía, pero que no se confunde con ellas ni con ellas quiere confundir a nadie. Es el empeño al que alude este poema: "Di la verdad. / Di al menos tu verdad. / Y después / deja que cualquier cosa ocurra: / que te rompan la página querida, / que te tumben a pedradas la puerta, / que la gente / se amontone delante de tu cuerpo / como si fueras / un prodigio o un muerto". Esto lo escribió Heberto Padilla un año antes de ser detenido en La Habana, procesado y hacer la abjuración pública de sus culpas.

Lo recuerdo en homenaje a los periodistas y escritores que siguen -en este día en que escribo sobre Víctor Serge- encarcelados por causa de la verdad en Cuba y otros países.

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