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UNIVERSOS PARALELOS
Columna
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Los placeres del puerto

Diego A. Manrique

En 1967, Phil Ochs rompía la ortodoxia sonora de los cantautores comprometidos con el elepé Pleasures of the harbor. La pieza principal eran ocho acibarados minutos que narraban el día libre de un lobo de mar, dispuesto a disfrutar de los placeres del puerto.

Las ciudades portuarias tienen puesto preeminente en la mitología del pop. Se supone que son lugares promiscuos, donde brotan híbridos fascinantes. Uno de los ingredientes más atractivos de la leyenda es el que presenta a marineros introduciendo maravillosos discos desconocidos, en épocas que la música viajaba poco. Hacia 1963, preguntado por las razones del boom musical de Liverpool, John Lennon respondía que allí estaban al día de lo que se hacía en EE UU gracias al tráfico marítimo: llegaban vinilos que los pijos del sur de Inglaterra ni siquiera sabían que existían. Explicaba que los conjuntos nacidos junto al estuario del Mersey poseían un repertorio más negroide y conocían el sonido Detroit o el rhythm and blues de Chicago. En aquellos tiempos la BBC priorizaba el rock and roll ligero, hecho en Londres, sobre las grabaciones foráneas.

Para Lennon el 'boom' musical de Liverpool se debió a su tráfico marítimo

La fábula de los marineros melómanos de Liverpool se mantuvo durante décadas. Hasta que alguien contabilizó las versiones de temas estadounidenses grabadas por los Beatles y sus socios del Mersey beat. Eran centenares de canciones pero se descubrió que, atención, todas se correspondían con discos estadounidenses publicados en el Reino Unido. Aquellos grupos no necesitaban recurrir al contrabando musical. En algún caso, puede que la versión de Liverpool se grabara antes de que el original saliera al mercado británico: de eso alardeaba Kingsize Taylor al hablar de su interpretación de New Orleans, el éxito de Gary U. S. Bonds. Taylor tenía un tío aduanero en los muelles de Liverpool; supuestamente, así se hacía con joyas desconocidas en Inglaterra.

Eso lo cuenta Albert Goldman en su ponzoñosa biografía de John Lennon, digna de toda desconfianza. Con todo, el relato tiene más intriga que la realidad: en vez de esperar la llegada de la hipotética marinería musicómana, los barbilampiños conjunteros de Liverpool acudían a las tiendas de la cadena NEMS, donde podían comprar nuevos singles o simplemente escucharlos hasta aprendérselos. Su gerente, Brian Epstein, se comprometía a conseguir cualquier disco.

La crónica oficial añade que un día de 1961, un chaval entró en NEMS y pidió My bonnie, de un cuarteto local, The Beatles. Epstein investigó hasta enterarse de que estaba firmado por Tony Sheridan & the Beat Brothers y que era un lanzamiento alemán, inédito en el mercado inglés. Importó varias cajas y acabó convertido en representante del grupo. El resto es historia del siglo XX.

Así que, para los Beatles, fue más decisivo el pundonor de un tendero judío que la audacia de la gente marinera de Liverpool. Debería haberlo imaginado. Yo mismo fui victima de esas fantasías. En los sesenta, no había prenda más deseada por un adolescente español que unos blue jeans de fabricación estadounidense. Me llegó el rumor de que en Santander se conseguían pantalones Levi's. Indagué por los bares del barrio pesquero hasta que en uno ya se rieron abiertamente. Lo mismo podía haber solicitado un Kaláshnikov: el famoso mercado negro no existía o no se abría para mocosos.

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