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Necrológica:El escritor de la libertad y el compromiso
Perfil
Texto con interpretación sobre una persona, que incluye declaraciones

El poeta que dignificó la derrota

Ángel González, maestro de la generación del 50, muere en Madrid a los 82 años

Jesús Ruiz Mantilla

Tuvo que irse ajustado a su ley. Discretamente. Sin hacer ruido. Manteniendo impecable el tipo y sin alarmar a sus amigos más de lo necesario ni siquiera en los dos últimos días que pasó en el hospital, junto a Susana Rivera, su compañera de tantos años. Le dio por largarse como le vino en gana, quizá vislumbrando lo que nos anunciaba en aquel poema titulado El otoño se acerca: "Se diría que aquí no pasa nada, / pero un silencio súbito ilumina el prodigio: / ha pasado / un ángel / que se llamaba luz, o fuego, o vida, / y lo perdimos para siempre".

Ayer perdimos la imponente presencia de Ángel González. Pero empezamos a ganar su memoria, la de este inmenso poeta que nació en Oviedo en 1925, donde en unos días depositarán sus cenizas los amigos, después de que sea incinerado hoy en la Almudena al final de una ceremonia laica en la que leerán algunos poemas escogidos. Allí le despedirán como merece este poeta fundamental en la historia de las letras españolas de los dos últimos siglos. Hoy dejará Madrid, la ciudad que fue su guarida, donde se armaba un revuelo tremendo cuando regresaba cada primavera desde Albuquerque, en Estados Unidos: la ciudad en la que enseñaba literatura española desde 1972 y a la que nunca dejó de acudir para buscar cierto descanso y un retiro voluntario en el que podía escribir tranquilo.

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Vivió siempre unido y comprometido con la España vencida. Aquélla en la que no había hueco para un padre que fue maestro republicano o un hermano fusilado por la represión franquista. La tierra mugrienta en que pudo llevar con dignidad y sobre el estigma de la derrota una adolescencia triste con su madre.

Todo aquello, lejos de labrar en él un rencor, una bilis vengativa, desarrolló en este creador agudo, hipersensible, un compromiso con la decencia, la libertad y la justicia que le acompañaron siempre. Así venció el odio, dignificó todas las derrotas y se convirtió en ejemplar. Hasta el punto de hacerse heredero de la más auténtica ética machadiana, reconocible como hilo irrenunciable en toda su obra. Desde su primer poemario, Áspero mundo, Premio Adonais en 1956, hasta el último, Otoños y otras luces (2001), y pasando por otras obras fundamentales como Sin esperanza, con convencimiento (1961), Grado elemental (1962), Palabra sobre palabra (1965), Tratado de urbanismo (1967), Dixis en fantasma (1991)...

Fue padre y guía moral de poetas de diferentes generaciones. Ayer todos lamentaban su pérdida en el tanatorio de San Isidro, adonde acudió una destacadísima representación de su mundo. Se daban el pésame unos a otros, apesadumbrados, afectados, vencidos, nada resignados. Como Almudena Grandes: "Es demasiado pronto para que se haya ido, aunque me alegro de que muriera sin conocer la decadencia. Era la figura tutelar de todos nosotros, ejercía una autoridad literaria y vital". Lo mismo Joaquín Sabina, con las gafas oscuras puestas, como un hijo abandonado: "Nunca me he sentido tan huérfano. Era el amigo perfecto, el compañero de copas y de charla ideal. Hace un año que fuimos a Colliure a visitar la tumba de Machado y recuerdo queme hinché a llorar lo mismo que hoy", contaba.

También sabe que han podido apurar los últimos días felices, como Juan José Millás, que hace poco menos de un mes compartió con él un honoris causa en Oviedo. "Hubo épocas de mi vida en que me aprendía sus poemas de memoria. Ha muerto sin dejar de ser Ángel González. Aquel día del honoris causa, con ese disfraz que nos ponen, se echó la mano al pantalón para coger un cigarro, como si hiciera una travesura. No renunció a nada hasta el final".

No se dio tregua. Lo fumó y lo bebió todo junto a los amigos, no dejó de hacer planes, de entusiasmarse con los lectores más jóvenes, a los que estaba preparando una antología suya junto a Benjamín Prado que saldrá editada por Alfaguara. De contarle a su gran amigo Luis García Montero los detalles de una memoria lúcida para que escribiera un libro biográfico que acabaría con su llegada a Madrid en los años cincuenta, ciudad donde fue referente de la generación de esa década.

Recibió premios como el Príncipe de Asturias, el García Lorca o el Reina Sofía de Poesía Iberoamericana. Fue uno de los grandes, como recordaba su editor, Chus Visor, que la noche de su muerte estuvo junto a él. "De verdad, estaba bien. Nada indicaba que fuera a morirse. Le había llevado la última novela de Martínez de Pisón y acababa de terminar de leer Herzog, de Saul Bellow", comenta.

El tanatorio ayer era un homenaje puro, en horizontal, donde se citó una brigada de viejos amigos, compañeros de la Real Academia ?acudieron a despedirle Gregorio Salvador, José Manuel Blecua, Francisco Brines o el director, Víctor García de la Concha? y poetas jóvenes, como Luis Muñoz, Antonio Lucas o Carlos Pardo. También fue a despedirle el ministro de Cultura, César Antonio Molina: "Luchó por la libertad y consiguió una poesía propia, llena de ironía, en la que se identificaban polos como Machado o san Juan de la Cruz. Lo veía todo con una distancia próxima".

Guardaron el féretro todos sus amigos, junto a Susana. Pasaron una última tarde juntos, contando excesos, recordando ocurrencias, celebrando la maestría de su mirada irónica, la contundencia serena de su voz honda, pausada, rotunda. Esa bonhomía estoica irrepetible... Lloraban ya con rabia lo que a partir de hoy va a ser la larga ausencia del poeta que todo lo supo llenar de vida.

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Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

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