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CAFÉ PEREC
Columna
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Muy pronto para saberlo

Enrique Vila-Matas

En agosto de 1948, un disco extraño y casi silencioso comenzó a sonar en las emisoras de música negra de Maryland, y pronto se fue extendiendo por la Costa Este, dejando un reguero de perplejidad en sus casuales oyentes. ¿Qué era aquello? La primera canción de rock and roll de la historia. Greil Marcus en Rastros de carmín (Anagrama) dice que la música de aquel disco parecía provenir del éter y flotar literalmente sobre las ondas del aire más que ser transportado por ellas. Nadie sabía qué pensar de aquella canción, salvo que la letra utilizaba un presente dubitativo en el que una voz -siempre a un paso de desaparecer- venía a decir que era todavía muy pronto, demasiado pronto para saber si sería correspondido su amor. Era el rock and roll llegando con la reposada lentitud de lo verdaderamente imprevisto. Era It's too soon to know, primer disco de The Orioles, cinco negros de Baltimore.

El primer disco de 'rock and roll' de la historia parecía provenir del éter y flotar sobre las ondas

Aquel sonido fue expandiéndose por la Costa Este, llegando siempre como si se tratase de una voz de otro mundo. Nada extraño si se piensa que It's too soon to know (Demasiado pronto para saberlo) inauguraba algo nuevo, empezaba a cambiar el curso de las cosas. ¿Qué debió de pensar la primera persona de la tierra que supo ver que aquello abría una etapa distinta en su vida, y lo hacía exactamente en tiempo presente, en el momento mismo en el que sucedía la canción?

"Es demasiado pronto / muy pronto / para saberlo", susurraba titubeante Sonny Til, el cantante, acompañado solo por una guitarra tocada de un modo tan reposado que parecía querer evitar que el grupo se detuviese por completo. Todo en aquel disco parecía ser puesto en duda, hasta la maravillosa posibilidad de cambio de rumbo que parecía anunciar. ¿No querían seguir? ¿Verdaderamente era tan pronto como decían? ¿Cuándo lo llamarían rock?

Me imagino Maryland paralizada. "Uno tiene que ir más allá de la música para darse cuenta de los raros en verdad que eran The Orioles", escribió Greil Marcus. No sé, pero a veces pienso en la avispada ama de casa de Maryland que descubrió que estaba naciendo algo nuevo. Y también en ciertos momentos -seis años antes, en el Buenos Aires de 1942- en los que algunos lectores comenzaron a abordar distraídamente los cuentos que componían la primera edición de El jardín de senderos que se bifurcan -un prólogo y ocho relatos editados por Sur- de un casi desconocido Jorge Luis Borges y quedaron mudos de la sorpresa, anonadados por aquello que tenían ante sus ojos y que se notaba que era diferente, por mucho que aun fuera quizá demasiado pronto, muy pronto para saberlo.

Una simple casualidad: El jardín de senderos que se bifurcan fue la primera historia de Borges traducida al inglés. Fue publicada en el Ellery Queens Mystery Magazine en agosto de 1948. No es, por tanto, improbable que en Maryland ese verano alguien escuchara aquel primer rock y leyera el cuento borgiano al mismo tiempo. Me habría gustado estar en la piel de ese sujeto. En el último bar de la noche, con las sillas ya patas arriba sobre las mesas, descubrir de golpe que algo nuevo está naciendo y surge en ese exacto y mismo momento, a tu lado, o delante mismo de ti: se mueve con el ritmo pausado del gran suceso que habrá de cambiar el curso de tu vida.

A esa primera edición de El jardín de senderos le negaron el Premio Nacional de aquel año en Argentina por "tensiones estéticas" de la época, recuerda estos días Aníbal Jarkowski en Clarín en el 70º aniversario del error de aquel jurado tan animal, y se pregunta si acaso no es condición necesaria que los libros que cambian el curso de la literatura sean precisamente ilegibles en el momento de su aparición. Lo más probable, concluye Jarkowski, es que los premios literarios tengan la peculiaridad de no atender a lo nuevo sino a lo actual, que es precisamente su contrario.

www.enriquevilamatas.com

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