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CORRIENTES Y DESAHOGOS
Columna
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La pupila que tanto nos ama

Una de las pocas cosas que en la escuela nos contaban sobre Historia del Arte era el impactante episodio en que Miguel Ángel, tras haber culminado la escultura de Moisés realizada para la tumba del papa Julio II, se encaró a ella y ante su desafiante realismo le golpeó alocadamente con el mazo una rodilla y le gritó: "¿Por qué no me hablas?".

La relevancia de los detalles del cuerpo y de los pliegues de los ropajes, la tensión física marcada tanto en la protuberancia de los músculos, la hinchazón de sus venas, las grandes piernas dispuestas para acabar con todo impedimento fascinaba tanto a los alumnos como a nuestros modestos maestros de escuela.

El Moisés no solo se alza de forma amenazadora, sino que al no poder cumplir dinámicamente su trueno y su destino, la escultura estalla en el fondo de nuestra visión. Este Moisés supermusculado no es, además, una potencia sino una activa presencia de piedra. Lo único que le falta para hablar o devastar es ser de carne y hueso mientras equivocadamente, diabólicamente, es una roca.

Cada cuadro revelará a cualquier indagador una vida íntima a la manera de los 'reality shows'

Pasa algo muy parecido con los cocodrilos caseros que se muestran en un pueblo nubio donde atraca el famoso crucero que lleva a los turistas por el Nilo hasta hace unas tres semanas, antes de la subversión. Los cocodrilos son realmente cocodrilos pero, irritantemente aletargados, no mueven una uña. Tanto es así que los organizadores del tour dejan sobre las jaulas tres o cuatro grandes garrotes para que el turista golpee a los animales y le extraiga algún indicio de verdad. O lo mismo sentimos cuando en los zoos pasamos ante jaulas con animales tan vivos como muertos o tan muertos que nadie diría que viven.

En esta base decepcionante de la experiencia humana está fundado el probable éxito del Proyecto Artístico de Google. Dos funciones principales brinda este nuevo servicio: uno es que permite contemplar libremente, sin horarios, codazos y tufos las piezas de casi todos los grandes museos mundiales. Y el otro es que cada imagen puede contemplarse por aquí y por allá y ampliarla hasta sus más recónditos detalles. Un zoom que multiplica por más de mil veces al mejor de los zooms al uso permite distinguir por Google la incipiente lágrima en el rabillo de un ojo, y examinar cualquier pincelada como si se tratara de un grueso surco.

Con esto, y mientras persista la sorpresa, cada cuadro será como el simulacro de un ser que habla, posee secretos ocultos e incidencias veladas; revelará a cualquier indagador, en suma, una vida íntima a la manera de los reality shows. ¿Cómo no sentir pues que a través de tantas confidencias el lienzo se confiese? ¿Cómo no celebrar la liberación de cuadros mudos, de sonrisas y colores tapados o taimados?

La relación que el Art Project introduce entre el museo y su visitante rompe en pedazos las antiguas reverencias. Hace incluso más: transmite al espectador -especialmente al curioso investigador- una posibilidad de trato elocuente e incluso dicharachero con los rincones de la obra. Y si alguien, una función, un bebé, un cocodrilo letárgico, reacciona de esta manera activa a nuestra acción física, ¿cómo no imaginar que lo vivo y lo muerto, la momia y la molla, la nueva plasmación, en piedra o lienzo, gana -gracias al bucle de Google- sitio en el imaginario plasma vital?

¿A favor? ¿En contra? Ninguna invención que pueda cabalmente mejorar la vida -desde las células madre a la fertilización in vitro, desde los injertos de cerdos a los recambios de brazos por robots- quedarán jamás estancadas. En el envite nos jugamos que, al cabo de los años, mientras la vida de Tutankamón en Art Project se convierta en una inmortalidad presencial, con arte, Google o sus cámaras nos permitan también existir eternamente ante la pupila que tanto nos amó.

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