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UNIVERSOS PARALELOS
Columna
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"El rey está desnudo"

Diego A. Manrique

Un promotor local me envía un recorte de Pollstar, revista exclusiva para profesionales de la música en vivo. Contiene una historia aparentemente trivial, que comienza cuando Andrew Winters, un roadie británico, ficha para una gira de dos meses con Morrissey. Ojo: no hay revelaciones del tipo "me obligaron a hacer algo ilegal / inmoral", pero palpamos el venenoso clima en la corte del ex cantante de los Smiths.

Winters conocía el percal y moduló su respuesta cuando se planteó aspirar al puesto de ayudante del road manager. Así, la foto que mandó le mostraba acariciando un gatito: admiraba a Morrissey pero intuía (correctamente) que mejor no presumir de esa devoción; a los fans se les mantiene a distancia.

Si adoras a un artista, mejor no tratarle; puedes descubrir a un monstruo

Tras rellenar un cuestionario, con preguntas muy personales, le citaron en un pub: no querían que se colara en el equipo algún bruto, cuyos modales ofendieran la sensibilidad del cantante. Fue aceptado, tras comprometerse a seguir el vegetarianismo de Morrissey: si descubrían que pedía una hamburguesa al servicio de habitaciones, adiós. Cuando voló hacia Los Ángeles, centro de operaciones de Morrissey, había orden de servirle el menú vegetariano.

Sus funciones consistían básicamente en cuidar de los músicos: planchar sus uniformes, abrillantar sus zapatos, moverles. Durante su primer día, mientras llevaba a un instrumentista a unos recados, Winters fue interrogado informalmente. Algunas de sus respuestas fueron inadecuadas. Quizá no estuvo cool cuando confesó que el primer disco que compró fue Rocket man, de Elton John; erró al reconocer que le gustaba Harmony in my head, el programa radiofónico de Henry Rollins, ex Black Flag y figura del spoken word.

Esa noche, saludó a Morrissey en una especie de acto de confraternización en un bar: los integrantes de la banda bebían de un trago pintas de cerveza, mientras el cantante daba palmas flamencas. Morrissey apenas le habló pero estuvo cordial. Temeroso de entrometerse en un ritual privado, Winters se retiró al hotel con un músico aquejado de jet lag.

A la mañana siguiente, tenía un correo electrónico tajante. Le comunicaban que estaba despedido y los datos de su vuelo de vuelta a Inglaterra. Inútil exigir una explicación: "No lo tomes como algo personal, pudo ser tu corte de pelo o tu camisa". Winters piensa que Morrissey le echó por sus pecados musicales. Consultando Internet, supo que vituperó a Elton John en algún concierto. Y se había hecho notar en un recital de Henry Rollins, lanzándole insultos como un hooligan cualquiera.

Esto me recuerda las anécdotas del paso de Morrissey por un festival malagueño, donde prohibió que los trabajadores del backstage le miraran. Un truco viejo: exigir absurdos para sugerir que ha llegado una superestrella (algo que Morrissey no es, en términos comerciales). Pero la peripecia de Winters ilustra que el mundo del hombre de Manchester tiene mucho de tóxico.

Está el espíritu de delación, propio de colegiales perversos. Y ese ambiente de palacio de reyezuelo, donde uno puede perder el favor por un desliz mínimo. Uno sospecha de que Morrissey ha degenerado musicalmente, mientras dedica sus energías a perfeccionar su personaje de dandi intolerante. Finalmente, ratifica la regla de oro: si adoras a un artista, mejor no tratarle; casi siempre, descubrirás que se ha convertido en un monstruo.

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