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El rockero que prefiere rezar

El cantante Neal Morse, de Transatlantic, alterna los conciertos en grandes superficies con recitales en iglesias para unos pocos devotos

Nadie diría que el hombre que ayer cantaba oraciones frente a un centenar de fieles en una iglesia evangélica de la periferia de Madrid va a llenar esta noche La Riviera y mañana Razzmatazz (Barcelona). Nadie diría que a sus espaldas el ex líder del grupo de rock progresivo Transatlantic lleve 22 álbumes grabados, millones de copias vendidas, colaboraciones con leyendas como Eric Burdon. Desde luego el aspecto de Neal Morse (California, 1960) no es el de una estrella de rock. Lo fue. Hasta que cambió de vida.

Hace diez años había cumplido su sueño: vivía de la música. Atrás habían quedado los duros comienzos, cuando se dejaba la piel en los bares de Los Ángeles y la garganta en las calles frías. En el año 2000 Morse triunfaba, por fin, junto al batería de Dream Theater, Mike Portnoy (el mejor del mundo para Modern Drummer, revista de referencia), en la superbanda Transatlantic. "Tenía la vida, la que cualquiera habría deseado", recuerda. "Puro rock: éxito, fiesta, alcohol, mujeres... pero también mucha tristeza. Cada vez más. Quería amar y no podía".

Encontró la fe por un cúmulo de circunstancias demasiado largas como para explicarlas aquí. Hubo un detonante: su hija Jayda enfermó del corazón. Debían operarla a vida o muerte. "Recé para que se curase... y Dios la salvó: un milagro", cuenta emocionado. Había llegado el momento: abandonó el grupo y se entregó a la causa. Ahora, sin cobrar nada a cambio, recorre iglesias protestantes de todo el mundo. Algunas, muy modestas, como la capilla bautista que visitó ayer . Uno de los 250 templos evangélicos de Madrid capital (en la comunidad, según el Consejo Evangélico, hay en torno a 450, con 50.000 practicantes). Techos bajos, paredes completamente blancas. Ni un cuadro, ni un santo. El único símbolo, una cruz discreta.

Con la sola compañía de una guitarra y un teclado, el artista despliega sus versos más explícitos: "¿Puede alguien gritar Aleluya?", "Libérame, te estoy sintiendo". Su voz, cálida, por momentos dramática. Con una intensidad tal, que los asistentes empiezan a imitarle. Cierran los ojos. Alzan las manos hacia el cielo. Corean con él los estribillos, a capella. Ha conectado con un público heterogéneo, en el que conviven seguidores acérrimos de su música y creyentes que ni han oído hablar de él. Como David (mejor dicho, Deivid), veinteañero español con sangre de Washington, convencido creyente, al que las canciones cristianas le suelen aburrir: "Sobre todo las melodías". Amigo, ahí Morse tiene la batalla ganada. Pianista desde los cinco años y guitarrista desde poco después, ha cimentado su carrera en el rock sinfónico, pero también cultiva el country, el folk, ha compuesto dos musicales (!) y un álbum dedicado al Tabernáculo (santuario terrenal que resguardaba las tablas de la ley).

Tampoco se puede dudar de su entrega. Con un dedo de la mano derecha lesionado y la voz más delicada que en los viejos tiempos, no parece importarle acumular siete espectáculos consecutivos de tres horas y media en grandes recintos. La fe le reclama, lo siente como su deber.

Pero ¿qué le ha traído a España? Transatlantic se ha reunido ocho años después de separarse para editar un colosal CD-DVD, The Whirlwind. Siguen siendo buenos amigos y colaboradores, y Morse no podía negarse. La inevitable gira salta de Estados Unidos a Holanda, Suiza o Francia. Y, por primera vez, España. Más de 2.000 seguidores (no faltarán melenas, abrigos de cuero, botas) pagarán los 40 euros de entrada para esta noche en La Riviera.

El recital de ayer ni siquiera se había promocionado. Lo organizó un amigo español del cantante. Aprovechando su visita, se puso en contacto con la iglesia y con el pastor David Dixon, que se mostró algo reticente: pidió referencias a una iglesia de Alemania. "Había poco tiempo para prepararlo, y teníamos que estar seguros de su fe", explica Dixon. Terminaron encantados: "Su música ayuda a transmitir".

Vestido con vaqueros y una camisa marrón, el cantante tiene cara de no haber roto un plato. Habla despacio, pronuncia cada palabra. Siempre con una sonrisa y los ojos muy abiertos. Comparte lo que siente como un regalo: "Convertirme al cristianismo no era, desde luego, lo que se esperaba de mí". Ni por sus orígenes (una familia agnóstica que "sospechaba de todo lo religioso") ni por su entorno. Los demás miembros de Transatlantic, de hecho, mantienen sus hábitos: Mike Portnoy se acuesta de madrugada, casi cuando Morse abre el ojo. Aun así, el compositor -que lee la Biblia a diario- cree que su relación se ha fortalecido: "Ellos no se sienten raros, o no me lo dicen. Nos queremos incluso más que antes". Eso sí: fuera de las iglesias, nada de letras evangélicas. En los temas de la banda habla sobre esperanza, luz, vida, pero no sobre Jesús o Dios.

Por extraño que pueda parecer, las dos versiones de Neal Morse no son en absoluto irreconciliables. En la iglesia bautista interpreta una balada que esta noche reproducirá a tope de decibelios: We all need some light, uno de los grandes éxitos de Transatlantic. Incluido el solo de guitarra, dos minutos de virtuosismo muy característico del rock progresivo. La estructura de sus canciones religiosas recuerda a las del grupo: largas introducciones de piano, solos espectaculares, como en Sing it high o Jailbreak.

Pocas horas antes de su debut en los escenarios españoles, Morse es realista: sabe que la religión le ha restado seguidores. "No se puede contentar a todo el mundo", resume. Está convencido del rumbo que ha tomado. Otros músicos también flirtearon con la religión (basta recordar el viraje católico de Bob Dylan), aunque pocos se lo han tomado tan en serio. Una década entregado a la fe. Y lo que venga: "A Dios todavía le queda mucho trabajo conmigo".

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