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DESPIERTA Y LEE
Columna
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Los santos terribles

Fernando Savater

Al comienzo de nuestra era, el romano Celso describía así a los primeros cristianos: "Hay una nueva raza de hombres, nacidos ayer, sin patrias ni tradiciones, unidos contra todas las instituciones religiosas y civiles, perseguidos por la justicia, universalmente marcados de infamia, pero que se enorgullecen de la execración común". En cierto modo, estos rasgos que con razón alarmaban al erudito pagano constituyen el retrato robot que identifica a lo largo de la historia a los grupos de activistas radicales. Sin embargo, aquellos primeros cristianos son todavía un precedente demasiado remoto y aún no suficientemente político de los revolucionarios modernos. Los orígenes de éstos han de localizarse más bien en los calvinistas de los siglos XVI y XVII, tal como estudia muy bien Michael Walter en un libro apasionante que antes fue su tesis doctoral: La revolución de los santos (Katz). Fueron estas bandas de hombres juramentados entre sí, autodisciplinados, decididos a todo y con una nítida ideología revolucionaria los que rompieron con la pasividad de los súbditos medievales e inventaron, para lo peor y para lo mejor, la intervención civil en la política. Poseídos por una fe sin fisuras ni remilgos ante la violencia, descabezaron reyes, tumbaron tradiciones y dinamizaron el incipiente Estado moderno. De ellos provienen los partidos totalitarios y los movimientos terroristas, pero también la exigencia ya definitiva de participación ciudadana en la gestión pública.

Ahí está el veneno, en hacer enemigos a los que no comparten nuestra fe

Sin duda ha sido el siglo XX el periodo histórico más atrozmente propenso a la intervención de "santos" terribles en el juego político. Y no hay mejor testimonio para conocer el funcionamiento interno de tales sectas revolucionarias que La noche quedó atrás (Seix Barral), de Jan Valtin, una larga y estremecedora crónica que mereció los parabienes de lectores tan poco comunes como F. D. Roosevelt, H. G. Wells, Hannah Arendt o Mario Vargas Llosa. Hoy se han puesto de moda novelones inacabables sobre la II Guerra Mundial, la Guerra Civil española, el nazismo, etcétera, escritos por autores que sólo conocen esos acontecimientos por las hemerotecas y proyectan sobre ellos sus prejuicios retrospectivos. La obra de Valtin, en cambio, está narrada por un protagonista que vivió lo que cuenta y que, además, sabe hacerlo con una fuerza y una vivacidad de detalle incomparables. Fue un entregado revolucionario comunista de primera hora en Europa y América, para después caer en las redes del nazismo y convertirse en agente doble involuntario. Sus peripecias son la historia secreta de esos años turbulentos y también la prueba de cómo los grandes ideales sin escrúpulos desembocan en la falta de escrúpulos sin ideales de ninguna clase.

Esta mutación es uno de los temas principales del argumentado y vigoroso ensayo Crítica de las ideologías (Taurus), de Rafael del Águila, cuyo subtítulo es El peligro de los ideales. Repasa los principales absolutismos ideológicos que siguen amenazándonos, tanto estrictamente políticos como político-religiosos y no exculpa ni al conspirador Bin Laden ni al esforzado cruzado Bush. Especialmente interesante es su estudio de la intransigencia nacionalista o tribal, según la cual "en nombre del pueblo, el ethnos masacró al demos". En España tenemos ejemplos de ello, aunque cualquiera se lo mete en la mollera a los progres multiculturalistas...

Por lo demás, claro está, la solución no es renunciar totalmente a los ideales, pues, como bien dice Rafael del Águila, "su peligro no consiste en tenerlos, sino en cómo se tienen. No consiste en creer o no creer, sino en cómo se cree". En 1641, Stephen Marshall exhortaba así a los santos calvinistas: "Tenéis grandes obras que hacer, establecer un nuevo cielo y una nueva tierra entre nosotros, y las grandes obras tienen grandes enemigos...". Ahí está el veneno, en transformar en grandes enemigos a cuantos no comparten nuestra fe en la llegada del paraíso.

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