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ÍDOLOS DE LA CUEVA | El gran encuentro de las letras
Columna
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Los secretos a voces

Manuel Rodríguez Rivero

En el estupendo artículo que publicó ayer en este diario, Timothy Garton Ash se refería a los documentos filtrados por Wikileaks como "el sueño del historiador". Y lo son, en efecto. Pero no deberíamos olvidar el enorme potencial que también ofrecen a quienes saben calibrar las cualidades dramáticas (y melodramáticas) de los "entre bastidores" políticos, y utilizarlas para crear ficciones novelescas o cinematográficas. Esa apetitosa montaña de un cuarto de millón de documentos, "desclasificados" por quienes no estaban oficialmente autorizados para hacerlo, revela mucho, aunque quizás no tanto por lo que descubren (las cosas más secretas seguirán siendo secretas y muchas de las que se documentan ya se sospechaban), sino por lo que muestran acerca del modo en que se conduce la (teóricamente) más eficaz diplomacia de nuestra aldea globalizada. Y, además, los informes y documentos filtrados ponen en evidencia, sin pretenderlo, rasgos psicológicos y morales (y, por tanto, eventualmente novelescos) de sus autores (con sus tics, sus fobias y sus obsesiones), pero también los de quienes les comisionan o eligen. Como en las buenas novelas, ni los buenos son tan listos, ni los malos son todos tontos. Lo que, por otra parte, ya sabíamos.

Las filtraciones difundidas por Wikileaks nos recuerdan que estar vigilantes es una condición imprescindible de la democracia

La historia ha demostrado desde antiguo que diplomacia y espionaje van a menudo de la mano, pero quizás hayan sido la novela y el cine los que han sacado más partido del binomio. Además de sus funciones, digamos, más tranquilizadoras, las Embajadas en el extranjero constituyen excelentes atalayas desde las que obtener informaciones y ventajas estratégicas. Desde Conrad (El agente secreto, 1907) a Le Carré (Un traidor como los nuestros, 2010), pasando por Roger Peyrefitte o John Kenneth Galbraith -dos diplomáticos metidos a novelistas-, han sido muchos los autores del siglo XX que supieron sacar el jugo a las posibilidades narrativas de las intrigas diplomáticas, no por imaginarias menos verosímiles. Las revelaciones de Wikileaks son también un "festín de secretos" para los contadores de historias.

En el llamado Programa de Transición (1938), redactado por Trotski como referencia para la acción política de sus seguidores, se recogía, referida a la política exterior del Estado soviético termidoriano, una inalcanzable y antiquísima reivindicación revolucionaria: "¡Abajo la diplomacia secreta!". De entre toda la panoplia de utopías forjada por la mente humana, la que apuesta por la abolición de lo que no es otra cosa que una tautología (no puede haber diplomacia sin secreto) es la que siempre me ha parecido más quimérica e irrealizable. Y quizás más perniciosa. Aun cuando solo quedaran tres personas juntas sobre la faz de la tierra, cada una con sus intereses y deseos, existiría la diplomacia secreta y, con ella, la mentira, la exageración y la intriga. Pero también la persuasión, la disuasión y el pacto. Y, quizás, todos esos elementos juntos contribuirían a que los tres supervivientes no acabaran destrozándose entre ellos por un plato de lentejas.

Las importantes filtraciones difundidas por Wikileaks (a la que ciertos políticos nada proclives a la transparencia quisieran incluir en la lista de las organizaciones terroristas) poseen la cualidad sobrevenida de recordarnos lo alejados que estamos del control de las informaciones que influyen en las decisiones de nuestros representantes. Nos recuerdan que nuestro papel como ciudadanos no debería acabar en el voto que elige a quienes eligen a los que nunca podemos elegir. Y que, por eso mismo, la (constante) vigilancia es una condición imprescindible de la democracia. La difusión de los "secretos" de la diplomacia estadounidense en los medios de comunicación no constituye un ataque a la comunidad internacional, sino un tonificante síntoma de vitalidad democrática. Los mensajeros, de vez en cuando convertidos en héroes (a veces hasta les dan el Pulitzer), no son responsables de los mensajes que llevan. Como tampoco los novelistas lo son del mundo que (a su modo) reflejan.

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