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El silencio de Chardin resuena en el Museo del Prado

La pinacoteca madrileña organiza la primera muestra en España del gran pintor francés de los bodegones y las escenas de género

"Nada se entiende de esta magia". Las palabras de Diderot sobre Chardin, pintor que, como a Proust, le entusiasmaba, son ya todo un clásico a la hora de hablar del longevo artista francés. Y lo son porque, todavía hoy, tres siglos y toneladas de metáforas después, los cuadros del gran maestro del bodegón y las escenas de género siguen fieles a la tarea de provocar sensaciones en vez de comunicar ideas. "Las ideas de los que mandan, que otras no hay", apostilla el crítico Ángel González en Pintura para ateos, su brillante ensayo para el catálogo de la exposición Chardin. 1699-1779, que puede visitarse en el Museo del Prado desde hoy y hasta el próximo 29 de mayo.

Pierre Rosenberg, director honorario del Louvre y principal autoridad mundial en el artista parisino, analiza desde el punto de vista histórico la rareza de un pintor cuyo trabajo se instala sigilosamente y a contracorriente en el siglo XVIII hasta que el tiempo termina por darle la razón. Si los artistas franceses de su tiempo dibujan con facilidad, pintan deprisa y con habilidad rayana en el virtuosismo para captar el movimiento, adoran el espectáculo y recrean narrativamente la mitología y la historia para apoyar a veces discurso moral, Jean Siméon Chardin, dice Rosenberg, "no dibuja, pinta lentamente, con dificultad, huye del movimiento, pinta los gestos congelados, desprecia la anécdota, rechaza la narración, no de la lecciones de moral". Y continúa: "Le gustan las cosas humildes, los objetos de la vida cotidiana, los gestos de todos los días que se repiten incansablemente. Ama el silencio que nada perturba".

De la proverbial lentitud de Chardin son testigos los poco más de 200 cuadros que pintó en sus 80 años de vida. De ahí la importancia de una muestra como la del Prado, que reúne 57 de ellos, 11 procedentes del Museo del Louvre, dueño de 30. El otro gran motivo para celebrar tal acontecimiento es el hecho de que, en España, solo la colección Thyssen cuenta con obra del maestro francés. Se entiende, así, que Miguel Zugaza, director de la pinacoteca madrileña, habla ayer de la exposición como "un regalo especial al Prado". Sobre todo teniendo en cuenta que, como recordó él mismo, Velázquez vive en el museo "huérfano" de la pintura holandesa y de la de sus herederos, entre ellos Chardin, adorado por artistas como Cézanne, Morandi o Picasso, que, entre las pocas obras de maestros antiguos de su colección, contaba con una atribuida a él.

La de su obra, dijo también Zugaza, es "una belleza que nos concierne". La entendamos o no, como Diderot. Y puede que no haga falta más. Es la sensación que se tiene al recorrer el montaje realizado por Gabriele Finaldi, director adjunto del Prado. En él se pasa de su primera etapa con pintor de bodegones -con La raya, el cuadro que en 1728 le sirvió para ingresar en la Real Academia de Pintura y Escultura- a su conversión a las escenas de género que le hicieron popular -mucho mejor pagadas y amortizadas por los derechos de autor que generaban los grabados que las reproducían -. La muestra se cierra con la magistral vuelta de Chardin a la naturaleza muerta y con algunas piezas pintadas al pastel al final de su vida. Con el cambio de técnica trataba de mitigar los efectos de la amaurosis, una enfermedad producida por el plomo que se usaba como aglutinante para el óleo y que terminaba por paralizar los párpados.

La selección del Prado contiene muchos de los grandes hitos de la producción de Chardin: de tres versiones de Pompas de jabón (a partir de 1733) la popularísima La Bendición (1740) pasando por el retrato de la mujer del pintor tomando el té meses antes de morir (1735), una obra que rara vez sale de Universidad de Glasgow. Además, en Madrid pueden verse por vez primera juntas las tres copias salidas de la mano del artista de uno de sus cuadros más célebres: La joven maestra de escuela (1736). En ellos se resumen bien el universo de un hombre que apenas salió de París y que hizo protagonistas de sus cuadros a las mujeres, los adolescentes y los niños: Tanto como a los humildes objetos cotidianos, la intimidad y el silencio.

Este cuadro, también llamado Interior de cocina, fue la obra que presentó Chardin en septiembre de 1728 para ingresar en la Real Academia de Pintura y Escultura francesa. Desde entonces se ha exhibido en el Louvre, donde fue admirado por pintores como Cézanne y Matisse y escritores como Diderot y Marcel Proust.
Este cuadro, también llamado Interior de cocina, fue la obra que presentó Chardin en septiembre de 1728 para ingresar en la Real Academia de Pintura y Escultura francesa. Desde entonces se ha exhibido en el Louvre, donde fue admirado por pintores como Cézanne y Matisse y escritores como Diderot y Marcel Proust.CHARDIN, Óleo sobre lienzo, 114 x 146 cm 1725 - 1726 París, Musée du Louvre
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