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ÍDOLOS DE LA CUEVA
Columna
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Otra solución final

Manuel Rodríguez Rivero

El celuloide arde tres veces más rápido que el papel. Quizás ése sea uno de los tributos que el cine ha tenido que pagar a cambio de su capacidad de hacer posible lo imposible. Incluyendo la de modificar la historia: al fin y al cabo, ésa fue siempre una de las bazas de Hollywood desde que D. W. Griffith rodó su melodrama In old California (1910) en el prehistórico escenario de lo que sería la meca del cine. En el cine todo puede suceder. De ahí su cualidad mistificadora y mitificadora, pero también su aptitud para consolar, reivindicar, hacer justicia, vengar, o revelar. Y, sobre todo, entretener. El cine nació como espectáculo de feria, en el barracón vecino al de la mujer barbuda, el ternero de dos cabezas o el mago que hacía desaparecer a su ayudante. La gente disfrutaba con las historias de personajes "reales" en movimiento. Sobre todo si esos relatos les conmovían y les hacían reír o llorar. O ambas cosas a la vez, la guinda del pastel.

Pronto volverá a reproducirse en España el debate entre 'tarantinistas' y 'antitarantinistas' a propósito de 'Malditos bastardos'

Pronto volverá a reproducirse en España el debate entre tarantinistas y antitarantinistas a propósito de Malditos bastardos (Inglourious basterds, según su deliberadamente incorrecto título original), la última película del director norteamericano. Sin duda, los críticos les darán en su momento opiniones mucho más fundamentadas que la que yo podría ofrecerles, de manera que me voy a limitar a contar mi (limitada) reflexión de espectador y (posterior) lector del guión. Y debo confesar, de entrada, que acudí al estreno (primera sesión) de la película en un cine de barrio de Nueva York en el que el público entraba bien provisto de tanques de refresco y enormes cubos rebosantes de palomitas. Y dispuesto a divertirse.

Y lo hicimos. Ese "spaghetti western con iconografía de la II Guerra Mundial" (según Tarantino), rebosante de sarcasmo, ironía autorreferencial y homenajes al cine -de Bresson a Pabst, de Hitchcock a Clouzot- no aburre (pongámoslo así) a casi nadie, a pesar de sus 150 minutos de duración y la peculiar querencia de su autor por el exceso y el pastiche. Su argumento de anticuento de hadas ("érase una vez en la Francia ocupada") saturado de venganza, ruido y furia (y sentido del humor) consiste básicamente en el desarrollo de dos conspiraciones paralelas -ambas animadas por judíos- para acabar con la cúpula del III Reich y poner fin a la guerra. La trama de los "malditos bastardos" -capitaneados por el no-judío teniente Aldo "el Apache" (Brad Pitt), que disfruta arrancando cabelleras nazis- y la impulsada por Emmanuelle Mimieux (Mélanie Laurent), nueva Juana de Arco cinéfila, confluyen en la "solución final" que Tarantino da a la mayor carnicería de la historia. Y todo eso enfrentándose a la sagacidad del elegante y siniestro coronel "caza judíos" Hans Landa (Christoph Waltz), para mi gusto el mejor personaje creado por Tarantino desde el inolvidable Jules Winnfield (Samuel L. Jackson) de Pulp fiction.

Lo peor de la película es que los judíos se convierten en nazis, ha sentenciado algún crítico que olvida el poder salutífero de la farsa. El Holocausto ocurrió -los vencedores, por cierto, tardaron mucho tiempo en comprender su magnitud y significado- y la venganza de los judíos nunca tuvo lugar, como tampoco fue posible (salvo casos aislados) su resistencia al terror antisemita. Pero el cine puede convertirse en espejo invertido, y el resultado puede ser liberador, como en la comedia y el esperpento. Me gustaría saber cuál es la opinión sobre la película de los jóvenes judíos, los nietos de las víctimas del más repugnante genocidio de la historia. Yo disfruté con el relato histriónico y rabelesiano de su (inexistente y ucrónica) venganza. Y, de paso, el espejo invertido y gore me devolvió la vergüenza y el oprobio del Holocausto. Porque esta película también es, en sí misma, una venganza.

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