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Fallece el irónico diseccionador de Francia
Columna
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El soñador solitario

Si el joven Chabrol hubiera nacido un siglo antes, posiblemente se habría convertido en escritor. Quizá podía haber seguido la profesión de su padre, abierto una farmacia en alguna ciudad de provincias y, entre pócimas mortales y recetas de la Seguridad Social francesa, escrito alguna novela de crímenes con foie gras. Y casi fue así.

Conocí al viejo maestro en San Sebastián, irónico, jovial, simulador. Desde luego no te aburrías con él, y ese carácter se imprimía en sus películas. Era un perfecto burgués cínico, sin que este adjetivo tenga aquí el más mínimo significado peyorativo. Anotan las reseñas mortuorias que su cine diseccionaba la burguesía francesa -que es tanto como decir la sublimación misma de la clase media-, y apuesto mi fe y mi hígado que es así. Pero también es verdad que realizaba un ensayo mucho más inquietante: mostrar cómo la ideología burguesa es enormemente contagiosa.

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Chabrol, junto con Godard, Rivette o Truffaut, había ciertamente reventado la manera de contar al uso. Sufrieron la incomprensión de los mandarines, que achacaron a su cine una "moral de paracaidista," pero renovaron un lenguaje más bien mustio. Devolvieron el cine a la vida. Luego cada uno tiró por su lado, no hubo escuela, por mucho que se los quiera etiquetar.

Chabrol no tuvo empacho en hacer películas de todo tipo y género, con desigual fortuna. A veces, dos por año, número que me parece asombroso. Finalmente, encontró su mejor sentido cinematográfico en el cine negro a la francesa, clásico y preciso. Y, en su caso, enormemente depurado de adherencias superfluas.

Claude Chabrol hace un cine de personajes, que prevalecen sobre la narración misma. Tiene el buen gusto de no embrollar sus historias criminales con recursos que despisten voluntariamente al espectador; a veces sabemos de antemano quien es el autor del crimen. Declaró alguna vez que le interesaba más la construcción de la historia que la trama, que la intriga. Eso le permite detenerse en el ambiente -¡esos pueblos en que todo el mundo se conoce, en que todo el mundo se vigila!- que rodea a los personajes, en sus circunstancias sociales y laborales. Sus historias fílmicas merecerían estudiarse en las escuelas de cine, por su eficacia.

Recordaremos siempre aquella juez con guantes rojos que, borracha de poder, humilla a los acusados porque ella misma se detesta, o aquel muchacho que asesina a un desconocido para lacrar con sangre su relación amorosa... En mis tiempos de estudiante de cine, me fijé especialmente en El carnicero (1970), vista en una sala de la calle Fuencarral, en Madrid. Era cine popular y a la vez una abstracción de lo que es la na-rración en imágenes y palabras. Un formidable Jean Yanne y una joven Stéphane Audran encarnan, nunca mejor dicho, a un carnicero y a una suculenta maestra de pueblo. En el pueblo se suceden una serie de crímenes que el personaje de Stéphane Audran descubre enseguida cometidos por el de Jean Yanne. Simplemente, por un encendedor que ella misma le ha regalado, no hay más vueltas de intriga ni trampas retóricas. Así que lo que nos interesa es ver a la chica y al asesino frente a frente, delación o encubrimiento, amor o repulsión. Para la maestra no hay más familia que la que significan los niños a los que da clase en la escuela. No ama la carne. Pero tampoco denuncia al asesino. Y el carnicero asesino no la mata cuando tiene ocasión, aunque sabe que ella le puede denunciar en cualquier momento. Los dos son dos seres solitarios, pero soñadores.

En realidad, siempre se sueña solo.

Claude Chabrol, en la entrega del Premio Donostia a Isabelle Huppert en el Festival de San Sebastián de 2003.
Claude Chabrol, en la entrega del Premio Donostia a Isabelle Huppert en el Festival de San Sebastián de 2003.AFP
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