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UNIVERSOS PARALELOS
Columna
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La voz suprema del siglo XX

Diego A. Manrique

El sábado 22, Sam Cooke hubiera cumplido 80 años. Oigo la respuesta: ¿Sam qué? Simplificando, la voz más cálida, más dúctil, más emocionante del siglo pasado. Escucharle es como paladear chocolate caliente derramado sobre un helado: un torrente de dopamina.

Pero entiendo que las circunstancias conspiran contra su recuerdo. Tuvo una muerte sórdida, con 33 años. Grabó muchísimo pero desapareció justo cuando cuajaba la música que él estaba anticipando, el soul. Apenas llegó a hacer los discos personales que prometía. Se ha quedado reducido a una presencia fantasmal: la voz radiofónica que entona Wonderful world y provoca la escena del granero en Único testigo, Harrison Ford bailando con la chica amish.

Algunos pesos pesados todavía le reivindican. Lo hizo Barack Obama en Chicago, cuando se proclamó vencedor de las presidenciales: citó su A change is gonna come, fondo de tantas batallas por el fin de la discriminación. Simbólicamente, llegaba el gran cambio que soñó Sam.

La génesis de ese himno revela los recovecos del tráfico entre creadores blancos y negros. En actos a favor de los derechos civiles, Cooke escuchó impresionado una plegaria dylaniana: aunque ahora suene desgastada por el uso, Blowin' in the wind podía entonces unir multitudes. Sam decidió que aquel movimiento necesitaba algo similar, pero empapado de la sensibilidad afroamericana. Compuso A change is gonna come con el sonido y el lenguaje de las iglesias negras.

No pretendía reemplazar Blowin' in the wind, que Sam incluso incorporó a su repertorio: eran declaraciones complementarias, la requisitoria y la profecía. Así lo entendió el propio Dylan: en 2004, invitado a participar en un concierto conmemorativo de los 70 años del Apollo neoyorquino, en un raro gesto de complicidad política, Bob interpretó A change is gonna come.

Cooke protagonizó desafíos tan audaces como la decisión de electrificarse de Dylan. Niño prodigio del gospel, solista de los sublimes Soul Stirrers, conmocionó al mundo religioso al pasarse a la música profana en 1956 (primero, con seudónimo). Ya decidido a volcarse en el pop, alternó el repertorio más juvenil con el material para adultos. Cooke aspiraba a hacerse un hueco en el circuito de los nightclubs, tipo Copacabana. Hoy nos sugiere conservadurismo estético y vital pero, profesionalmente, tenía sentido cuando los artistas negros solían actuar en antros terroríficos, por cantidades ínfimas.

Disfruto ahora mismo de You send me, triple CD de Not Now/Resistencia que retrata ese momento: 15 temas de ferviente gospel, 39 muestras de sus primeros acercamientos al pop. Aclaro que apreciar hoy a Sam requiere cierto esfuerzo: debió lidiar con arreglos blandos, empalagosos coros femeninos, material inadecuado. Y, con todo, esa voz se imponía.

El asunto se complica ya que grabó para cinco compañías y eso dificulta la confección de antologías panorámicas. Además, sus últimos masters -incluyendo sus producciones para el sello SAR- cayeron en manos del voraz Allen Klein, que luego también arrebataría la obra de los Rolling Stones en los sesenta. Por pura codicia, Klein impidió la edición de un retrato completo del mejor Sam Cooke. Estúpida jugada: dentro de pocos años, todas sus grabaciones estarán en el dominio público y cualquiera podrá prepararlo, con más o menos acierto.

En descargo de Klein, se redimió con su generosa participación en la mejor biografía de Sam, Boogie dream, de Peter Guralnick. Un tomo demasiado grueso -749 páginas- para que alguien lo traduzca pero que cuenta minuciosamente su prodigiosa vida y miserable muerte. Y el estrambote escandaloso, cuando la viuda se casaba, pocas semanas después, con uno de los protegidos del cantante.

Esa tragicomedia se desarrollaba en el invierno de 1963-64. Unos meses antes de que triunfara la música que Sam Cooke estaba definiendo vocalmente. El soul de Otis, Smokey, Solomon, Marvin, Bobby Womack, Al Green. Hay que fijarse pero, flotando sobre todos ellos, allí está Sam, pulcro y risueño.

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