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HISTORIAS DE UN TÍO ALTO | BALONCESTO | Liga Endesa
Columna
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Dallas y los ciegos en el cine mudo

La leyenda del blues B. B. King no murió en 2011. Pero B. B. King está lo suficientemente alejado de la conciencia cultural colectiva como para que no me costara creerles si ustedes me dijeran, con el ardor de la verdad en los ojos (y antes de que yo lo comprobara), que B. B. King murió el año pasado.

Los Mavericks de Dallas ganaron el campeonato de la NBA la temporada pasada. De momento, este acontecimiento es lo bastante cercano como para quedar grabado como un hecho en el cerebro de cualquier seguidor de la NBA. Pero, a menos que se produzca un cambio drástico, los Mavericks van camino de alcanzar el estatus de B. B. King: dentro de unas semanas, nos resultará difícil recordar que estuvieron en lo más alto de la montaña de la NBA del año pasado.

La vacilante marcha de los Mavericks hacia el primer título de la NBA del equipo era improbable. Hacia mitad de temporada, y por culpa de una lesión de Dirk Nowitzki que provocó un 2-7, el equipo parecía tan perdido como un hombre ciego viendo una película muda.

Entonces el entrenador, Rick Carlisle, cogió el timón y guió la balsa agujereada del equipo más allá del iceberg, el barco hundido y ese rocoso saliente que ha hecho naufragar a tantos desde los tiempos del pirata Barbanegra, y los Mavericks derrotaron a los Heat de Miami en las finales de la NBA.

¿Cuál es el secreto del éxito de Carlisle? Nadie lo sabe con exactitud. Pero probablemente tuviera algo que ver con que Tyson Chandler consiguiera por fin hacer que Jerry Krause pareciera un profeta, con Jason Kidd y Shawn Marion manteniéndose relativamente cuerdos, y con Nowitzki y Jason Terry jugando de forma que hicieron que James Naismith riera con regocijo en su tumba.

El éxito de los Mavericks también se puede achacar a la clase de factores intangibles que excitan a los estadísticos y a los maniáticos del control: un esfuerzo mayor de lo esperado por parte de DeShawn Stephenson, canastas importantísimas de Brian Cardinal durante las eliminatorias, y la aparición del héroe de Puerto Rico, J. J. Barea.

Ahora, Barea, Stephenson y, sobre todo, Chandler se han ido. En su lugar tenemos a Lamar Odom, Delonte West, Vince Carter, y 15 años colectivos de desgaste en la ya envejecida lista de los Mavericks.

El resultado es una receta hecha para permanecer en el polvoriento estante superior del armario de la cocina. El errante cerebro defensivo de Shawn Marion se podía manejar cuando Stephenson y Chandler estaban ahí para cubrir sus viajes al país de Nunca Jamás del baloncesto. Ahora, Marion tiene que depender de una estrella de la telerrealidad (Lamar Kardashian) para impedir los vuelos de su imaginación.

La edad de Kidd se veía compensada por los pocos años de Barea. El sustituto de Barea, West, no es especialmente viejo, pero se le conoce más por su propensión a poseer armas de fuego ilegales que por su tendencia a la coherencia baloncestística.

Y todo eso con apenas una mención del canario muerto en la mina de carbón de su equipo de baloncesto favorito: Vince Carter, que pronto podría necesitar el primer respirador de la NBA sobre la cancha.

Gracias al talento de Dirk Nowitzki, el corazón de Tyson Chandler, los inspirados esfuerzos de jugadores de rol que ahora ofrecen sus servicios a equipos que no se llaman los Mavericks de Dallas, y a otros cuantos ingredientes que nunca seremos capaces de señalar con exactitud, los Mavericks de Dallas de 2010-2011 estaban hechos para ganar un campeonato. Los Mavericks de Dallas de 2011-2012 están hechos para hacer que todo el mundo piense que a lo mejor ya están muertos.

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