Djokovic es una apisonadora
El serbio gana su cuarta final consecutiva a Nadal, suma su 39ª victoria seguida y logrará el número uno si llega a la final de Roland Garros
Las fauces abiertas en un grito eterno pertenecen al serbio Novak Djokovic, campeón en Roma (doble 6-4 a Rafael Nadal), dueño de una impresionante racha de 37 victorias seguidas en 2011, 39 desde 2010, e impasible frente a cualquier dificultad, cualquier aprieto y cualquier problema: ni la lluvia que chispeaba sobre la pista, ni el mejor tenista de la historia sobre tierra batida fueron suficientes para hacer capitular al serbio, que desde el próximo domingo disputa Roland Garros disparado como un cohete. Tiene a tiro el título, le ha tomado la matrícula a Nadal, al que solo el ruso Davydenko había ganado cuatro veces seguidas, y ya están al alcance de su mano las 42 victorias consecutivas del estadounidense McEnroe en 1984. Suyos son los mejores tiros, las genialidades y los gritos.
"¡Nole! ¡Nole!", gruñó el público desde el principio. "Idemo! Idemo!", gritaba Djokovic mientras apretaba el puño, se golpeaba el pecho y abría la boca en tremendos alaridos. "¡Vamos!", chillaba Nadal, con el partido subido a un carrusel de pasiones desatadas, emociones disparadas y golpes hechos con los hilos que tejen los duelos de leyenda. Son cuatro finales de masters 1000 seguidas entre los mismos contrincantes. El mundo nunca había visto eso. Quizás, tampoco, a dos tenistas tan intransigentes en la aceptación de la derrota, tan irreverentes frente a la lógica de los marcadores y de sus fuerzas vencidos de la necesidad de un último esfuerzo, de un último punto, de un último intento por imponerse en el pulso y la lucha.
Por primera vez en sus cuatro últimos enfrentamientos, el revés de Djokovic, la pluma con la que en las ocasiones precedentes había escrito sus mejores versos, no fue incisivo. El número dos, sin embargo, cuenta en su fondo de armario con más recursos que el número uno. El español labró su vieja preeminencia sobre el serbio desde lo psicológico. Suyos fueron los primeros enfrentamientos. Suyos los primeros grandes triunfos. Hoy, Djokovic ha invertido esa tendencia, y liberado de tan pesada mochila, obliga al número uno a un ejercicio de humildad constante. No penetran tanto contra el serbio sus derechas llameantes, ni causan iguales estragos que antes sus efectos. No hieren con el mismo filo sus saques ni su inmensa fuerza desatada con pasión y orgullo. Y no causa el mismo efecto su increíble capacidad atlética, esas recuperaciones agonísticas tan suyas, porque todo se lo devuelve el serbio con un poquito más de veneno, un poquito más de clase pura y un poquito más de mala sangre. La dinámica de su rivalidad ha cambiado radicalmente. Nadal, que fue el dominador, es hoy el dominado.
Solo así se explica el devenir del marcador, que vio a Nole insensible a las ventajas perdidas (5-4 y saque en la primera manga; 6-4 y 2-0 en la siguiente), a las brechas abiertas por el contrario (40-0 para Nadal en el juego que el español acabó perdiendo para 4-6 y 0-2), y a unas circunstancias que invitaban a las vacaciones: Djokovic había jugado 3h 2m de semifinal la víspera y el próximo domingo arranca Roland Garros, su gran objetivo.
Contra Nole, Nadal juega al límite. Cada punto es una odisea. Cada peloteo, una incontrolable cita con el serbio y sus designios. La fórmula enaltece a los dos tenistas: a Djokovic porque ha desatado a un competidor insaciable y a Nadal por estar dispuesto a asumir que debe competir al mismo tiempo con la púrpura del número uno o el traje vulgar de un tenista sin brillos en su currículo; como campeón dominante o campeón dominado; como Nadal, el ídolo, y Rafael, el hombre.
Que estirara el partido hasta más allá de las dos horas sobreviviera en el partido no solo se explica desde su capacidad para competir desde esa perspectiva, que le permite digerir cualquier marcador, cualquier ventaja perdida, cualquier acierto del contrario y cualquier mala gestión del tanteo, como esos 15-30 que desaprovechó con 3-3 y 4-4 en la segunda manga, con Djokovic boqueante. El español, que levantó tres puntos de partido antes de inclinarse, tuvo muchas de sus cosas de siempre, piernas, fe y drive-, progresó en otras -esos reveses altos para contrarestar la falta de profundidad que tenía su golpe- y, sin embargo, no vio cómo hacer daño, y se despidió de dos encuentros sobre tierra sin conseguir lo que había logrado en otros dos sobre cemento: ganarle al serbio al menos una manga.
En 2011, Djokovic se ha ganado el derecho a establecer una línea dibujada a sangre y fuego. A un lado él, al otro el resto. A la izquierda, separado del circuito, el tenista imbatible, candidato máximo a ganar Roland Garros, donde alcanzará el número uno si llega a la final, tras derrotar al mejor en cuatro finales seguidas y en dos ocasiones sobre su superficie favorita, la tierra. El domingo, en París, comienzan 15 días apasionantes.

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