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Reportaje:TOUR 2011 | Undécima etapa

Indurain, 20 años a su pesar

El Tour regresa, como cada año, al Tourmalet, donde en 1991 el coloso navarro cambió la historia del ciclismo español

Carlos Arribas

Como casi todos los años, como hace 20 años también, el Tour vuelve hoy al Tourmalet, como aquel 19 de julio de 1991, un viernes que cambió para siempre el ciclismo español, y también la forma en que los españoles nos veíamos a nosotros mismos. Las gentes del ciclismo, deporte que como ningún otro vive de la memoria, de las raíces de sus leyendas, de sus mitos, quieren revivir estos días aquellos días, pero Miguel Indurain, el protagonista, se niega a recordar, para Miguel Indurain, la encarnación de aquella revolución, ganar el Tour es un peso no siempre agradable. Siendo él mismo, tranquilo, callado, calmo, Miguel Indurain, que no le ve sentido a la memoria, pese a estar construido con ella, una vez más, nos pone en nuestro sitio.

El pentacampeón se niega a recordar, no le ve sentido a la memoria que siempre engaña
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En una estupenda entrevista de hace unos días en el Diario de Navarra, lo explica. Dice que él no es muy de aniversarios, ni de recordar. Lo que más le sorprende de todo esto es que ya hayan pasado 20 años, que son muchos años y él no va a hacer nada por recordarlo de una forma especial. Todo está muy contado, insiste, han pasado 20 años, no le gusta rememorar, ni recordar, no es de esos...

Ni siquiera quiere verse cómo era entonces. Hace tiempo un amigo le regaló una recopilación de vídeos con todas sus victorias del Tour, pero los tiene guardados, no los ha visto. Cree que todos los ciclistas quieren ganar un Tour en su vida, pero no saben qué consecuencias tiene todo eso, ni lo que es. La ilusión de todos es ganar, llegar de amarillo a París, pero una cosa es eso y otra es qué pasa a partir de que lo consiguen, dónde se meten... "Hasta que no lo viven no lo conocen", dice. Pero esto es deporte, esto es ciclismo y si ganan es parte de ello. Los años de sus victorias fueron muy intensos, muy bonitos, pero pasaron muy rápido, y le siguen pasando muy rápido a él, que para nada es nostálgico. El recuerdo de los Tours está ahí, guarda los maillots, guarda las bicis, pero tampoco hay que estar sacándoles brillo todos los días, no se puede vivir del recuerdo. Vivió aquello, fue muy bonito y ya está. La nostalgia es un freno. La memoria siempre engaña.

José Miguel Echávarri, el arquitecto de sus cinco Tours, el ingeniero de su transformación, y Pedro Delgado, el ciclista al que España esperaba ansiosa en el Tourmalet para encontrarse en su lugar al coloso navarro, se acostaron el 18 de julio en Jaca, donde había terminado una etapa frustrante para tantos aficionados que pensaban que no habían honrado a la patria, preocupados por dos cuestiones muy diferentes. Al director del Banesto que había estado, como un enólogo, controlando cuidadosamente la maduración de Indurain convencido desde hacía años de que tenía un gran reserva entre las manos, le preocupaba cómo se iba a interpretar la sucesión, cómo iba a aceptar Delgado que su tiempo había acabado, cómo conseguir que todo fuera fluido, tranquilo. Al segoviano, al ciclista que la década anterior había despertado a la afición con sus ataques, sus victorias, con su Tour del 88, le preocupaba su estado de forma, el miedo a no estar a la altura de las expectativas tan altas que había creado. Ninguno de los dos siente vértigo al recordar.

La noche de Jaca, José Miguel Echávarri no necesita mirar las estrellas en la oscuridad nítida de los Pirineos para saber que pocas horas después se iba a producir finalmente una confluencia de destinos, de caminos, que llevaba años dibujándose. El Tour del 90 había sido muy importante. Delgado termina cuarto e Indurain décimo, y a Echávarri le critican por no confiar en el navarro, algunos le dicen que debería haber sido el líder del equipo. Pero en ese Tour, él sobre todo encuentra la confirmación que esperaba. Fue el Tour en el que Miguel dijo, por fin, "estoy preparado". Ya había aprendido a ver y a gestionar la carrera. Tenía una cabeza grabadora, todo lo había memorizado, recorridos, circunstancias, todo lo llevaba encima. Y también la disciplina y el respeto a Pedro.

Camino de Val Louron confluyen los destinos cruzados de Miguel y Pedro, y también, de una manera más amplia, los de dos generaciones, dos presentes, lo que Echávarri llama presente pretérito y presente futuro. Desaparece de escena la generación del 60, Fignon, LeMond, Delgado, Roche, y ascienden otros cuatro del 64, Indurain, Bugno, Chiappucci, Breukink, Alcalá. La carretera eligió al presente futuro sobre el presente pretérito. Echávarri lo sabía ya en Jaca, pero no podía decírselo a Delgado, era algo que el segoviano debía descubrir por sí mismo. Y Pedro fue honesto al saber que el Tour había elegido el futuro. Cuando se acuesta, Echávarri carga también en la mochila mental las críticas de media España, frustrada porque Delgado, Perico de España, no ataca en Jaca, también las dudas del secretario de Estado para el Deporte, Javier Gómez Navarro, forofo de Delgado, quien en los cuatro años anteriores ha visto al segoviano en todos los escalones, segundo en el 87, primero en el 88, tercero en el 89, cuarto en el 90. Echávarri tranquiliza a los medios y le aclara el futuro. Cuando Gómez Navarro le pregunta cómo está Delgado, él le responde, tranquilo, Perico está bien, pero Miguel está muy bien.

Para Perico la noche de Jaca es difícil. El Tour había llegado a España y a la afición no le había gustado que no ganara un español, sino un francés (Charly Mottet). A los ciclistas, a Perico, los crucifican en los medios, les acusan de falta de patriotismo, jo, Perico, que no habéis hecho nada. En el interior de Delgado la situación se complica porque no se ve fino. Al día siguiente, en el Tourmalet confirma rápidamente sus temores al ver que no puede aguantar el ritmo de un pelotón en el que aún quedan 60 o 70 corredores. Pierde contacto y sufre pensando en cómo será su existencia a partir de entonces, cómo pasará las críticas feroces que le esperan, seguro, en la meta de Val Louron. Pero al llegar al final, la prensa española le recibe feliz, ¿estarás contento con la victoria de Miguel, con que se haya vestido de amarillo?, le preguntan. Y él, que no sabe nada de lo que ha pasado delante (no se había inventado aún el pinganillo y nadie le había dicho nada), acepta aliviado que ha llegado el momento del traspaso. El fin le llega cuando no está bien, y en vez de hundirle, la victoria de Miguel le ayuda a cambiar de registro. Piensa que si no hubiera ganado Miguel su fracaso habría sido más difícil de entender. A partir de entonces él se dedica a defender el liderato de Miguel, trabajo en el que encuentra una motivación tras el varapalo. El maillot amarillo de Miguel le ayuda enormemente.

No es algo que le sorprenda, tampoco. Delgado descubre lo bueno que es cuando en el Tour del 88 le ordenan marcar el ritmo en el Peyresourde y a su tran-tran el pelotón se deshace. Va tan rápido que Delgado sube a decirle que más despacio. Y Miguel que solo oye a Perico gritarle, ¡Miguel! ¡Miguel!, piensa, asustado, que va demasiado despacio y le pregunta que si quiere que vaya más rápido. ¡No, no! ¡Frena! Estaba ya allí por si Delgado fallaba.

Chiappucci, Indurain y Mottet, en la ascensión al Tourmalet en 1991.
Chiappucci, Indurain y Mottet, en la ascensión al Tourmalet en 1991.ROBERT PRATTA (REUTERS)

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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