_
_
_
_
_
CENIZAS DE FÚTBOL | Liga
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Lágrimas compartidas

Enric González

Yo ya sabía que la afición colchonera es de una pasta especial. El otro día lo confirmó un amigo madridista mientras se abrazaba, entre lágrimas y confusión, con una señora del Atleti.

Conocí a la tribu rojiblanca el 27 de mayo de 2000, en Valencia. El Espanyol, el equipo de mis penas, y el Atlético de Madrid disputaban la final de la Copa del Rey en Mestalla. Las horas previas al encuentro pasaron como suelen pasar, con un tranquilo compadreo entre ambas aficiones. Eso es lo habitual. Son muy pocos quienes crean bronca en torno al estadio, pero son ellos quienes salen en la prensa porque, como se sabe, la noticia consiste en que un hombre muerda a un perro y los descerebrados del fútbol muerden hasta las farolas con tal de hacerse notar.

"¡Llore, llore con ganas! ¡Desahóguese, que esto no se ve todos los días!", dijo la colchonera al merengue

El partido salió raro y no sólo porque lo ganara el Espanyol: el gol de Tamudo, birlando el balón de entre las manos a su ex compañero Toni, fue de los que mosquean a la parte damnificada.

Concluida la ceremonia, había un bando esencialmente triste: el Atleti había bajado a Segunda sólo 20 días antes y, como postre, se llevaba el chasco. Y había un bando esencialmente desconcertado: el Espanyol llevaba 60 años sin ganar nada y, por tanto, la experiencia de llevarse una copa a casa era algo nuevo para casi todos nosotros. Una vez celebrados los goles y vitoreado el equipo, no sabíamos cómo comportarnos. Salimos del estadio, por tanto, como solemos salir de los estadios: más bien callados y circunspectos.

A mi grupo se acercó entonces uno de colchoneros preguntando el porqué de tanta flema. Pudimos responder (sin mentir) que callábamos, en parte, por no ofender: sabemos demasiado bien lo que siente el que pierde. Respondimos cualquier otra cosa. El grupo rojiblanco se unió a nosotros y nos animó a animar. Son detalles que no se olvidan.

Y luego, el día del Atlético-Barça, pasó lo de mi amigo. El personaje en cuestión, al que, como hacía Groucho Marx, llamaremos Delaney, acababa de sufrir un mal trago sentimental y arrastraba su alma en pena por las calles de Madrid. Delaney sintió la necesidad de compañía y en un arrebato, pese a su acendrado madridismo, se hizo con una entrada para el partido del Calderón. Podía haber satisfecho su afán de multitud en el metro, es cierto, pero no creo que a Delaney se le haya ocurrido jamás bajar las escaleras hasta ese universo subterráneo.

En pleno fragor de la remontada atlética, mientras el Calderón hervía, mi amigo Delaney no pudo más con lo suyo. Sentado en su asiento, se le escapó una lagrimilla de desamor. La señora de la plaza contigua, incapaz de tolerar que un miembro de la tribu se emocionara de esa forma tan solitaria, se echó a sus brazos, le estrujó con fuerza y le transmitió a gritos una dosis de humanidad: "¡Llore, llore con ganas! ¡Desahóguese, que esto no se ve todos los días!". La señora redondeó el gesto con su propio llanto. Y así acabaron el partido mi amigo Delaney, el merengue, y la cordial señora colchonera: abrazados los dos, húmedos los ojos, absurdamente unidos.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_