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ENTRE FANTASMAS
Columna
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Polvo de estrellas

"El tenis es un juego vitriólico, lleno de bilis, de trampas y de hipocresía", escribía el actor Montgomery Clift a su amigo Campbell. Podríamos aducir como eximente el hecho de que la experiencia del inolvidable actor como jugador de tenis se limitara a sus confrontaciones con Charles Chaplin en las pistas de la mansión que poseía William Wyler en Beverly Hills. Pero ¿qué decir de los exabruptos que Mourinho suele dedicar al deporte con el que se gana la vida y gracias al cual se ha erigido en ídolo de masas y figura supuestamente ejemplar? El fútbol vitriólico y lleno de bilis que él imprime a su equipo es, según su paranoico criterio, la réplica adecuada a las trampas y la hipocresía de los demás. Así, las tarascadas y paripés de Di María se deben tan solo a la provocación del contrincante de turno y las expulsiones reiteradas a las simulaciones de los damnificados y al contubernio arbitral.

La pelota era la partícula que modificaba el tiempo con la precisión del azar y la velocidad del pensamiento

Ese tipo de actitudes escandalizaba al noble Robin Hood mientras se dirigía al estadio del Urraca, equipo de Regional Preferente a cuyos jugadores solo les pagan cuando ganan y ni se pegan ni maldicen cuando pierden. Con su carcaj y hortera atuendo, el héroe de Sherwood bordeaba andando la carretera cuando, pedaleando parsimonioso, le sobrepasó Rajoy en bicicleta. Le precedía la Cospedal, tijera en mano y peineta al viento. Rauda y sigilosa sobre patines de oro, recortaba ramas a su paso con el avieso propósito de, al estilo Mourinho, realzar la culpa de los otros. Al rebufo y rezagado, esquivando zancadillas, les seguía Rubalcaba, preparado a esprintar a 100 kilómetros de la meta para, en el peor de los casos, perder por una sola rueda. A su lado, resoplaba apresurado Pepiño Blanco con su sonrisilla de pillo al que no pillan y con más prisa que el conejo de Alicia en el país de las maravillas.

Ante la extraña comitiva, el perplejo Hood tensó el arco y disparó la flecha que, como los neutrinos subatómicos, viajó a más velocidad que la luz, sorteando los abedules de Sherwood con la serpenteante destreza de Leo Messi para, luego, alzarse sobre la faz de la Tierra con la soltura de Pau Gasol hasta alcanzar, destrozar y derribar, cual coz de Pepe, la chatarra celestial de la NASA, cuya caída y desintegración arrancó fulgurantes destellos en la galáctica mirada de Susana Roza, presentadora del telediario, que en aquel instante narraba la noticia y que, de repente, se convirtió en polvo de estrellas.

Los investigadores del CERN no tardaron en comprobar que aquel polvo inhalado provocaba imprevisibles efectos, como, por ejemplo, viajar al pasado a caballo de los recuerdos. Fui el primero en probarlo y me sentí trasladado, como en una galopada de Ronaldo, a un jueves 6 de junio de 1963.

Me hallaba en el Club de Tenis de una ciudad llamada Barcelona. El periódico advertía de que la intensidad de los rayos cósmicos se había duplicado en los últimos meses y, al parecer, de ello se deducía un debilitamiento de la actividad solar. En efecto, empezaba a hacerse de noche y un tenista llamado Couder, devolviendo pelotas desde el fondo de la pista, exasperaba a otro tenista llamado Pietrangeli hasta el extremo de que fue necesario suspender el partido por falta de luz y reanudarlo al día siguiente. Montgomery Clift no tenía razón. El tenis nunca ha sido un juego vitriólico, lleno de bilis, de trampas y de hipocresía. Ni siquiera jugando contra Chaplin. Pero sí podía resultar, en ocasiones, lo suficientemente aburrido para no justificar un mágico viaje al pasado. Incluso asumiendo el inevitable contexto deportivo de esta sección literaria, consideré que la experiencia era tan irrisoria como, a menudo, sucede cuando jugamos a la ligera con los neutrinos.

Decepcionado, soplé el resto de polvo de estrellas que había quedado adherido a la palma de mi mano y, propulsado por el cósmico impulso, me encontré de nuevo en casa. Justo a tiempo de ver jugar al Barça. Y, mientras el balón iba y venía, creí intuir que, así en el tenis como en el fútbol, la pelota era la partícula que, en su interacción entre los cuerpos, creaba el espacio y modificaba el tiempo con la precisión del azar y la velocidad del pensamiento. Presuntuosa conclusión tomada bajo el influjo de Pep Guardiola y el destello en la pantalla de una presentadora sideral llamada Susana Roza.

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