_
_
_
_
_
ENTRE FANTASMAS
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Siempre Domingo

Marcel Domingo murió en el Arles que inmortalizó el pincel de Vincent Van Gogh. Casualmente, en anteriores episodios, me había referido a él. A Marcel, no al pincel de Van Gogh. Sin saber que acababa de morir. A fin de cuentas, los muertos siguen tan vivos como los vivos en el recuerdo mientras ignoremos que están muertos. Más o menos, difuntos y ausentes, ocupan el lugar que, menos o más, les reservemos en la memoria. En realidad, todos somos los fantasmas de hace un rato y, cuando por defunción o desplazamiento no estamos presentes, nos resucita y rescata la imaginación. Por tanto, Marcel Domingo sigue siendo, ahora más que nunca, el que era: un guardameta enfundado en un jersey de estridente color amarillo para, según él, atraer a su cuerpo los disparos a puerta del delantero contrario. Y detenerlos. La estrategia debía ser buena porque, siendo uno de los mejores porteros que he conocido, nunca le he visto realizar ninguna parada aparatosa.

Un guardameta enfundado en un jersey de estridente color amarillo para, según él, atraer a su cuerpo los disparos

Dada su envergadura y colocación, su sobriedad era proverbial. Sólo las mujeres le metían hipotéticos goles con taladradoras miradas de berbiquí y nada hipotética intención. Pero no puedo hablar del inolvidable guardameta y amigo sin rememorar al, posiblemente, mejor Atlético de Madrid de todos los tiempos. Campeón de Liga dos años consecutivos, en la égida de Helenio Herrera, siempre recordaré aquel 7-0 al Valladolid en el Metropolitano. Nunca, hasta el Barça de Guardiola, he visto deslizarse el balón, de un jugador a otro, como obedeciendo a una atracción magnética, con tan matemática precisión.

Pócima mágica que el Barça actual imparte de cinco en cinco cucharadas.

Tendría yo 16 años cuando fui por primera vez al Metropolitano. Un campo de gradas abiertas en el que entraba el aire límpido de la sierra madrileña. Allí descubrí a Juncosa, el extremo derecho que homologó el gol del cojo y que caracoleaba sobre la línea de córner para marcar inverosímiles tantos por la escuadra; a Ben Barek y su impecable tiro a puerta, escorando el cuerpo hacia un lado para chutar al poste opuesto con el exterior del pie y precisión de tiralíneas; al voluntarioso Pérez Payá, que, según decían, jugaba sin cobrar porque su padre era un rico industrial y que, con sus desestabilizadoras galopadas, tergiversaba el concepto de delantero centro estático a la espera del remate en el área; al bullicioso sueco Carlson y su gol a lo Pelé antes de que Pelé lo inventara y, dicho sea de paso, no lo metiera; al aparentemente torpón Escudero y su siempre decisiva eficacia goleadora; al esbelto Mújica, cuya pulcritud a la hora de disputar un balón por alto era equiparable a su dominio del balón a ras de hierba o al también canario Alfonso Silva y sus magistrales pases al espacio surcando el césped. También estaban, entre otros, el hierático y altivo Riera; el rápido y marrullero Lozano; el arcaico Aparicio y sus espectaculares despejes de tijera. Y, por supuesto, Marcel Domingo, tan sobrio y sereno entre los palos como vehemente y, en ocasiones, irascible en su posterior etapa de entrenador. Su sinceridad a ultranza y la vivacidad de su genio frustraron en parte, a mi entender, una carrera desde el banquillo que tuvo su momento culminante con la obtención de otro título liguero para su Atlético de Madrid. Pero despotricaba de directivos, de contrincantes, de árbitros y políticos, de la Real Federación y, en general, de la corrupción nacional. No siempre le faltaba razón. Compartí con él algunas vicisitudes cuando pasó del Español al Hospitalet y del Hospitalet al Vilanova i la Geltrú, equipo en el que me hizo jugar un partido que prefiero olvidar. Vaya este réquiem por el portero de antaño y sus compañeros de juego. No sé cuántos de ellos podrán leer ahora sus nombres en estas líneas. El otro día tuve ocasión de charlar con Campanal, el mítico defensa internacional de aquel Sevilla del 53, y me comentaba con púdica melancolía que de sus compañeros de entonces ya sólo quedaban tres. Él, por cierto, a sus 80 años, sigue participando en pruebas de atletismo para veteranos, y ganando, aunque a veces, confiesa, le fallen algo las rodillas... en las pruebas de salto. A mí, cuando pienso en el salto dado desde el pasado, también.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_