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Crónica:TOUR 2009 | Quinta etapa
Crónica
Texto informativo con interpretación

La afrenta Voeckler

El Tour llega hoy a Barcelona, donde se aguarda a Freire y con Contador a la espera de la montaña

Carlos Arribas

En Collioure -estos días azules, este sol de la infancia-, el pelotón dio media vuelta. El viento, que no le producía la misma triste melancolía a Machado en aquel invierno, hace 70 años, no giró con los corredores, por lo que éstos comenzaron a sentirlo de frente. Entraron en la autovía de Perpiñán y respiraron. Se acabó el sufrimiento -Dalí, aquel niño rico que proclamó la estación de Perpiñán el centro del mundo y se masturbaba las siestas de julio con el sonido de la radio, imaginando en la sombra el sufrimiento de los ciclistas del Tour subiendo coles a pleno sol, seguramente habría dejado de babear, y empezado a llorar por la pérdida del encantamiento paradisiaco del verano que le proporcionaba el Tour-, los Astana se retiraron a la tripa del grupo, los de la fuga empezaron a pensar cómo hacer para ganar, los equipos de sprinters, incapaces de reducir la ventaja con el viento de cara, se daban golpes en la cabeza, toma, por estúpido, al percatarse de que no habían hecho bien las cuentas. El festín de los culones, esos abanicos febrilmente fabricados por el tremendo Cancellara alrededor de la laguna de Leucate, con el viento por todos los lados, con esas aguas azules, con el Mediterráneo al lado.

La llegada a Montjuïc le viene como anillo al dedo a Freire, que no lo ve tan claro
"Tengo ganas de que llegue la montaña porque es mi terreno", dice el de Pinto

La última etapa propicia a una llegada masiva antes de que los Pirineos, el fin de semana, cambien el paisaje del Tour, se les escapó, para gran alegría de Francia, reducida ciclísticamente a tierra de aquellos que, como Voeckler, prefieren la fuga al ataque, la componenda a la claridad.

Voeckler, con esa carita de perro rabioso que pone cuando aprieta los dientes, es el encarnamiento de ambas cualidades y, por lo tanto, el más querido de los aficionados franceses, que admiraban su tenacidad sin premio, su incansable agitación sin victoria. Ayer ganó -repitió el ataque de la rotonda, el bloqueo casi baloncestístico que patentó otro francés necesitado, Sandy Casar, hace un par de años: después de ponerse de acuerdo con Timmert, uno de los cuatro de la fuga, Voeckler, que ya tiene 30 años y es el mismo que hace cinco años cuando estuvo diez días de amarillo simbolizó el nuevo ciclismo, llegada una rotonda con estrechamiento y giro a la derecha telegrafió desde la cola un ataque; Ignatiev, un ruso tan fuerte como bruto y duro de mollera, por el interior fue diligente a coger su rueda, pero sufrió el bloqueo de Timmert, de un equipo nuevo, el Skil, que busca hacer amigos con favores-, y, en consecuencia, ha dejado de ser un eterno perdedor, por lo que, tristemente, perderá la simpatía de sus compatriotas: justo pago por su afrenta a la poesía del ciclismo, al cielo azul, a la luz de la infancia, con esa vulgar descarga de perrería.

A los españoles, que piensan, en su mayoría, en asuntos mayores, en la verdura de los Pirineos, por ejemplo, a los que llegarán mañana, en los enredos del Astana que empezarán a desenredarse en Andorra, también, en la recuperación del tiempo perdido por Sastre, incluso, les toca hoy hacer de anfitriones en Barcelona, que recibe el Tour por tercera vez en su historia. Hubo unos tiempos, aquellos de rancio patriotismo, aquellos en los que el repetido fracaso se justificaba con el consabido nadie es profeta en su tierra, en que sólo por ello, por cruzar en bicicleta una frontera en la que no se para nadie, se sentían obligados a ser paletos, a demostrar a los guiris cómo se las gastan en su tierra. Hoy todos se sienten ciudadanos de una comunidad sin fronteras, y más que ninguno Freire, que nació en Torrelavega, vive en Suiza y es el menos español de los ciclistas: le gustan las clásicas, disfruta con los olores de San Remo en primavera y siente alergia por la montaña.

A Freire precisamente, al ciclista que lleva en las bocamangas de su maillot el símbolo de la internacionalidad de la bicicleta, las rayas del arcoiris por los tres Mundiales que ha ganado, se le espera más que a nadie. La llegada a Montjuïc, a la explanada olímpica, el final en cuesta, le viene como anillo al dedo, pero quizás, influido por el nerviosismo de su equipo -a Menchov le pillan todos los abanicos y caídas repetidas: ayer le tocó a Gesink, un gran escalador que aspiraba al maillot blanco y se fue a casa con el brazo roto-, Freire no lo ve claro. "No sé, no sé", dice.

A Contador se le espera al día siguiente. En la subida a Arcalís, allí donde Ullrich sentenció el Tour del 97 sin levantar el culo del sillín, coincidirá por primera vez con Lance Armstrong, compañero de equipo, gurú del ciclismo cósmico, en un puerto de montaña. Él se declara preparado. "Tengo ganas de que llegue la montaña porque es mi terreno. Las sensaciones son buenas pero siempre te gusta confirmarlo", dice el de Pinto, quien, eliminados, salvo Andy Schleck, los enemigos externos, deberá empezar a trabajarse la batalla en el Astana. "Arcalís sería un buen sitio para ganar".

Thomas Voeckler levanta los brazos antes de cruzar la meta en Perpiñán.
Thomas Voeckler levanta los brazos antes de cruzar la meta en Perpiñán.REUTERS

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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