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ENTRE FANTASMAS
Columna
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La dama flaca

La Muerte entró en la taberna londinense de Doris. Como ya sabemos, la taberna londinense no está en Londres. Es un antro imaginario donde se dan cita personajes habituales de esta página de deportes.

Consecuentemente, tampoco La Muerte era La Muerte, sino un esqueleto mondo y lirondo que, halagado por la dimensión simbólica que los humanos le otorgamos, se daba ínfulas de gran señora. Por otra parte, su contextura ósea, exenta de carne superflua, la convertía en la percha idónea para desfilar por una pasarela y le confería caballunos andares de modelo desbaratada. Con el debido respeto, Doris le rogó que dejara la guadaña fuera porque en aquel local se prohibían los humos y las armas. La recién llegada accedió sin rechistar. "Al menos, se comporta con educación", pensó la rubicunda tabernera. No obstante, la visita no auguraba nada bueno. Cuando la dama preguntó por Grason, al capitán se le congeló la cerveza en las venas y, cosa curiosa, se volvió religioso de repente. Prometió a Dios y a su representante en La Tierra que dejaría de beber y de usar condón si se le concedía una prórroga para arrepentirse también de los malos pensamientos. Ese mismo día, sin ir más lejos, había tenido pecaminosas ensoñaciones en las que una Rosa, con más espinas que pétalos, apellidada Díez para más señas, como inequívoco síntoma de ambición desmesurada, le brotaba entre las nalgas a un tal Tomás, apellidado Gómez, en el mismísimo instante en el que este se aprestaba a tirarse de cabeza a una piscina sin agua, recién inaugurada por la mayor especialista en trampolines trucados, apellidada Aguirre y apodada Esperanza.

Bastan unos centímetros para que el balón entre o no y todos cambien de opinión

Con su sempiterna sonrisa, La Muerte tranquilizó al capitán. No estaba de servicio y no venía a llevárselo. Simplemente, pasaba por allí y necesitaba un trago. El biruji de la veleidosa primavera se le había colado por los resquicios de las costillas, arguyó castañeteando la dentadura. Mentía. No era el frío ni el trago lo que le había impelido a guarecerse en la taberna. La realidad era otra. Morir había dejado de ser una cuestión mítica o personal. En consecuencia, la imagen con capucha y guadaña al hombro había quedado tan obsoleta como la barca de Caronte. Sincerándose, la dama de cabeza hueca y escuálidas caderas confesó a Grason que también ella estaba en el paro y había acudido a su encuentro para que le enseñara lo que él sabía de fútbol porque deseaba emprender una nueva muerte y cambiar de profesión. Para empezar, proyectaba comprarse un sombrero de ala caída, unas gafas de sol que preservaran el incógnito, una gabardina de cuello alzado, guantes de gamuza y botas altas hasta las rótulas.

De esta guisa, según ella, podría asistir a los partidos sin llamar la atención. Pretendía ser comentarista en la tele. De esos que nos cuentan lo que estamos viendo mientras hablan de sus cosas. O cronista deportivo. De esos que nos cuentan lo que otros nos han contado el día anterior o hemos visto en persona. "Lo sorprendente", observó, "es que, viendo todos la misma cosa, nadie vea nunca lo mismo. O no nos lo cuenten de la misma manera. Me gusta que, aunque vean mil veces la jugada, nadie sepa nada con certeza. ¡Así es más fácil engañarlos! No en vano bastan unos centímetros para que el balón entre o no en la portería y todos cambien de opinión. Al respecto, acabo de ver en la tele del mausoleo cómo un equipo vestido de blanco perdía en su casa por 0-1 y uno de azul y grana ganaba en casa ajena por idéntico tanteo. Eso, al parecer, valía una liga de aquellas que las mujeres se ponían en el muslo. Pero estuvo en un tris de que pasara lo contrario y de que los de blanco ganaran jugando mal y los otros perdieran jugando bien. Precisamente, a mí, me divertiría contar cosas que no han pasado. Por ello, señor Grason, quiero que me dé clases para debutar en una cadena de las de Berlusconi, o en Telemadrid, o en Intereconomía. En ninguna de las mencionadas desentonaría". El orondo capitán Grason no se lo pensó dos veces y le aconsejó que, antes de recibir lecciones teóricas, practicara sobre el terreno. Y la envió a segar césped con guadaña en Lituania.

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