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ENTRE FANTASMAS
Columna
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El dedo en el ojo

Lo que le faltaba a esta sección de fantasmas era un gol fantasma. Al decir de David Brewster, inventor del estereoscopio, para que exista un gol fantasma tiene que producirse una de dos circunstancias. Que el gol no haya sido gol y el árbitro lo dé por válido. O que el gol haya sido gol y el árbitro lo anule. En el partido de Copa que el Madrid ganó sin paliativos al Sevilla se produjo un gol fantasma que reunía los requisitos requeridos y sus consecuencias. A fantasma pasado, decidí investigar. "Depende del enfoque de cámara", había diagnosticado Valdano. Lo que dejaba presuponer que existía, al menos, un enfoque de cámara según el cual el gol parecía gol. Efectivamente, y no se necesita ojo de halcón. Basta, si acaso, con aplicar una lupa sobre la imagen fija para comprobar cómo el balón traspasa en más de una pulgada la línea de meta. Cabría considerar la hipótesis de que la fotografía, al aplanar la imagen, reconvirtiera una leve elevación de la pelota en ilusoria distancia, pero ni siquiera un emplazamiento de cámara a ras de césped se correspondería con la perspectiva de la toma en cuestión. Hay quienes arguyen que el perímetro del esférico no llega a sobrepasar en su totalidad el poste. Pero, salvo en una de las fotografías burdamente trucada para la ocasión, se puede verificar que es la línea vertical del poste la que se antepone al esférico.

Nadie se había atrevido a decir nada parecido al todopoderoso dueño y señor del Real Club Central

Reflexión hecha, se llega a la conclusión de que el gol es gol. Sin embargo, en determinados periódicos utilizaban las imágenes como muestra de que el balón no había entrado y en otros las publicaban para demostrar lo contrario. Comprendí que, en ambos casos, el cegador reflejo del color de las camisetas les impedía razonar. Por otro lado, para no herir las susceptibilidades de las respectivas masas sociales (eufemístico apodo con el que se alude a los forofos de los diferentes Clubes), los comentaristas deportivos adoptaron una prudente equidistancia. Y yo también. No debemos rasgarnos las vestiduras por un supuesto error arbitral. Pero, donde todos empezamos a ver con ojos de oveja, urge un ojo de halcón. Ello contribuiría a no exacerbar, aún más, el llamado lenguaje de los graderíos y a evitar que el lanzamiento de botellas, u otros objetos volantes no identificados, convierta el fútbol en una salvaje confrontación de feroces rebaños.

Por cierto, el otro día, el presidente del Club Central jugaba al minigolf con su hombre de confianza y, tras darle a la bola y fallar el agujero, enarboló el bastoncillo y clamó lastimero: "¿Por qué nos odian? ¡Todos juegan contra nosotros como si en ello les fuera la vida y nos reciben como si quisieran matarnos!". El hombre de confianza juzgó en su fuero interno que la culpa era de un entrenador portugués que, con sus modales y exigencias, había envenenado el ambiente de puertas afuera y de puertas adentro. Pero no lo dijo y se salió por la tangente: "Si nos odian, es porque nos admiran y, si nos quieren matar, es porque nos temen". Hacía apenas una semana, en una comida privada, el mencionado entrenador portugués, cuyo nombre no recuerdo, había tenido la osadía de espetarle al presidente: "Los dos nos hemos equivocado. Yo viniendo a este club y usted creyendo que fichaba a otro entrenador". Nadie hasta entonces se había atrevido a decir nada parecido al todopoderoso dueño y señor del Real Club Central y, menos aún, cuando al entrenador en cuestión se le acababa de conceder el último capricho: fichar a un delantero más para que supliera con goles la falta de un cerebro organizador, ya que el equipo carecía, a aquellas alturas del campeonato, de una estructura definida de juego y, por momentos, renqueaba. Como al borde del tropiezo. "Somos un gran Club y seguiremos siéndolo", proclamó el hombre de confianza antes de golpear la bola con el bastoncillo. Pero no seré yo quien dé cuenta de sus íntimos pensamientos ni de la secreta intención con la que decía lo que estaba diciendo. El caso es que, sin ojo de oveja ni ojo de halcón, el hombre de confianza había metido el dedo en el ojo a su presidente y la bola en el agujero.

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