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EL CHARCO | FÚTBOL | El gran clásico

Como un espejismo

Quizá a nadie en el Madrid se le había ocurrido un inicio tan perfecto. Quizá en ningún imaginario, ni siquiera en el más fanático comienzo del guion más optimista, existía la posibilidad de comenzar así. El Madrid, cuyo plan era apretar y robar alto para llegar rápidamente al gol, presionó el saque de inicio del Barça y, en su primera recuperación, marcó.

Iban 21 segundos del primer tiempo y el Madrid tenía al Barca justamente donde lo necesitaba: lejos en la tabla, debajo en el tanteador y en manos de un entrenador con un amplio registro a la hora de defenderse para contragolpear.

Quizá esa misma rareza, la anomalía de marcar un gol cuando las nalgas todavía no calientan las plateas, produjo el desconcierto. El tramo siguiente del partido se vivió como una obra de teatro surrealista en la que el público observa a unos actores escenificar la misma obra aunque les hayan cambiado la escenografía.

La anomalía de marcar un gol tan pronto desconcertó al Madrid
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Así, fuese por perplejidad ante la inmediatez, por convencimiento sobre las posibilidades del planteo original, por exceso de confianza o por alguna otra razón que nos evade, el Madrid no pareció valorar la posibilidad de un cambio estratégico tras el gol. No cuentan como síntoma un par de salidas tímidas en corto de Casillas, que llego a distribuir Xabi, ni los dos o tres desmarques de Özil.

El Madrid, en ventaja, no intentó aumentar su control sobre el balón con el objetivo de juntar sus líneas y restar posesión al Barca. Tampoco optó por agruparse y resguardarse para poder presionar con menor desgaste desde posiciones defensivas e intentar reventar el encuentro al contragolpe.

Así, el partido continuó como si el gol hubiese sido un espejismo. El Barça seguía intentando encontrarse con el balón y para ello asumía cualquier riesgo desde atrás. El Madrid seguía vaciando el tanque en las estudiadas presiones altas, cada vez más largas, y en las aprendidas transiciones rápidas, cada vez más cortas.

Mientras el público intentaba descifrar el contenido, mientras algunos masticaban pipas, otros se masticaban las uñas y otros se recostaban sobre viejos laureles, Guardiola echó un vaso de agua en la cara del partido. Movió a Alexis, que había caído a la derecha, y despejó el carril para Alves. La rotación de posiciones se extendió así hasta la defensa y Busquets podía ser dos cosas según la situación, igual que Iniesta y Cesc.

Con los nuevos espacios listos para usarse, el Barca se preparó para cambiar el circuito, pero antes de eso Messi fabricó su espacio propio. Recibió, avanzó, se coló por una curvatura del espacio-tiempo y asistió la diagonal de Alexis, que definió cruzado con precisión.

El primer tiempo, parejo, se fue acompañado de un sentimiento sordo y profundo: que el Madrid había perdonado al Barca y que perdonar, en el fútbol, siempre tiene sus consecuencias.

Las consecuencias vinieron todas en el segundo tiempo. El Madrid, ya sin las fuerzas de los primeros 30 minutos, tardó cada vez más en recuperar el balón y, cuando lo hizo, se atropelló por volar al arco contrario. En ese intento de correr más rápido que las propias piernas, perdía precisión y cedía el balón cada vez más deprisa. Una secuencia que se repitió una y otra vez, se dobló sobre sí misma y ajustó su propio nudo.

El Barca, que había tenido un comienzo dudoso, recorrió el camino inverso. Se buscó a sí mismo hasta que se encontró con el balón, aumentó la posesión y con ella la precisión y la confianza. Y este Barca, con confianza, es capaz incluso de convocar a la suerte. Si bien es cierto que esta se alió con los azulgrana para el gol de Xavi, también lo es que no tuvo nada que ver con la magnífica jugada que tejieron Messi, Alves y Cesc para cerrar el marcador o con la facilidad con la que Iniesta se colocó la pelota en el bolsillo para salir a correr por la banda.

El Madrid sigue siendo un gran equipo y sus oportunidades de coronarse están intactas. Sin embargo, contra el Barça, en el afán por evitar posibles errores en las zonas delicadas, acelera demasiado el tránsito del balón y lo cede. Con él cede también la iniciativa.

Quizá cuando cese en ese empeño por mover las piezas negras siempre, incluso cuando lleva las blancas, la historia sea distinta.

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