¿Hacia un fútbol truhán?
Dejemos a un lado el ojo de Tito Vilanova y fijémonos en el ojo de Jose Mourinho después de haberle pinchado el ojo a Tito Vilanova.
El entrenador del Real Madrid ensayó entonces, una vez que ya había asaltado el ojo ajeno, una sonrisa que sólo pueden descifrar los psiquiatras o los pintores, pues era una mezcla de complacencia en la maldad y de la sonrisa sardónica que ensaya el compañero de colegio cuando te pega en el patio y considera que lo puede hacer porque es más fuerte que tú. Te di, pues ahora te rascas.
Esa sonrisa fue lo peor del partido, que en lo futbolístico fue excelente. Lo que pasa es que Mourinho lo embarulló de tal manera que ahora de la final de la Supercopa sólo se recuerda esa agresión. Mourinho la perpetró en medio de una melé en la que participaron caballeros adultos cuyo juicio fue nublado de tal manera que no se podía saber si participaban en una competición de fútbol o eran hooligans en una juerga de improperios.
La reivindicación del gesto (el hombre golpea, y luego se regodea en su suerte) es lo peor del gesto, pues es evidente que un hombre herido por un determinado resultado que no espera puede perder la cabeza en algún momento, hasta el punto que puede azotar sin medida a quien tenga delante. Pero esa obnubilación de la mente debería constituir un engaño momentáneo, una obnubilación precisamente; pero cuando el hombre subraya con su sonrisa de lado el hecho que acaba de perpetrar ya le da tal carta de naturaleza a su manera de ser que deberían ser otros los que le reconvinieran.
Entre ellos, sus propios futbolistas, o aquellos que le han fichado para hacer el trabajo en virtud del cual sonríe después de golpear. Pero sus propios futbolistas, incluido algunos de sus estandartes más instruidos, como Iker Casillas o Xabi Alonso, se resistieron, en sus distintas comparecencias de prensa, a situar en el ámbito de lo profesional la responsabilidad de los compañeros, incluido el entrenador, que habían participado en la tangana y en sus prolegómenos. Habían jugado un partido de fútbol, habían ganado los contrarios y algunos de sus compañeros, del mismo color, habían decidido arrollar aviesamente a algunos de sus adversarios, y además su entrenador había atentado contra el ojo ajeno. No hubo en estos estandartes del madridismo ninguna reflexión que llamara a Mourinho a reconsiderar lo que hizo, y eso preocupa tanto como el gesto del entrenador, pues significa que éste los ha abducido a confundir el fútbol con un espectáculo en el que la agresión no merece desprecio.
Julio Iglesias, que fue portero del Real Madrid, tiene una canción en la que se presenta a la vez como señor y como truhán. La historia ha situado al Madrid junto al adjetivo señor; gran club, club señor, crisol del mejor fútbol del mundo. ¿Truhán? Jamás. El Madrid jamás ha propiciado un fútbol del cual pueda derivarse un gesto como el de esa sonrisa despectiva hacia el contrario, a quien, además, se desprecia ignorando incluso su nombre y su apellido. El Real Madrid no se merece esa sonrisa. Se merece el juego que hizo. Pero, ¿por qué sus futbolistas no se rebelan contra esos gestos y recuperan para el Madrid el señorío que distingue al club cuyo juego defendieron como grandes profesionales?

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