Una procesión de marcianos
Un testigo rememora el impactante paso de la caravana por Cataluña en 1957
Corría el verano de 1957 cuando el Tour cruzó Mataró, mi ciudad, camino de la meta de Barcelona. Cuentan las crónicas que el "entusiasmo era inenarrable", que la masa de público que se amontonaba a ambos lados de la nacional II se extendía cinco kilómetros, hasta empalmar con el de la vecina Vilassar de Mar, y que "la animación y el colorido, con los coches que pasan zumbando y el mar de guía constante", era una "maravilla". Más de 50 años después, el Tour de Francia volverá a pasar mañana por la ciudad condal: Girona-Barcelona, 181,5 kilómetros. Al día siguiente partirá de la capital catalana con final en Andorra (224 km).
La N-II atravesaba Mataró por el centro. En realidad era el viejo Camí Real -así se llamaba y se llama la calle todavía-, que en su parte central se convierte en la Rambla. El balcón del salón de casa de mis abuelos, a la altura de un principal, daba a la Rambla sobrevolando las cabezas de los maravillados mataroneses, pero yo no conseguía sacar la mía por encima de la barandilla de hierro forjado, ni siquiera abrirme paso. Mi abuelo, mi padre y mis tíos ocupaban la primera línea, y una masa de familiares se amontonaba detrás de mí, algunos incluso subidos a los sillones, buscando altura, una incorrección casi inconcebible en aquellos tiempos.
El paso de la 'gran boucle' era una fugaz ventana abierta a otra realidad
Un español, Privat, acabaría ganando la etapa con final en Barcelona
En la España aún autárquica de 1957, el paso de la grand boucle -entonces ese término no se empleaba- era más que un acontecimiento, era una fugaz ventana abierta a otra realidad. Los coches, por ejemplo, eran casi todos negros y antiguos; la moda, austera; el consumo, casi inexistente, y la publicidad se regía con los criterios de la primera mitad del siglo, con la estética del Anís del Mono, por poner un ejemplo.
La caravana publicitaria del Tour -entonces mucho más nutrida que las de hoy en día- era lo más parecido a una imposible procesión de marcianos y selenitas: coches ultramodernos nunca vistos, como el famoso Citroën DS, de tonos claros y deslumbrantes; camionetas de formas osadas y colores vivos, que emitían músicas sensuales y canciones desconocidas. O la que proclamaba: "C'est Miko!", que llevaba encima una especie de misil que, luego lo supimos, no era más que un helado con palito.
Durante un tiempo que me pareció igual de fugaz que interminable, seguí fascinado aquel desfile, especie de visión profética de un mundo que -me dije- algún día acabaría por ser real.
Tras el paso de la caravana hubo un un vacío. Alguien dijo que iba escapado un español. Me encaramé encima de mi tío, pero no vi nada. De pronto, empezó a llegar un murmullo. Fue visto y no visto. Uno, dos... hasta seis ciclistas, conté. Uno de ellos era, efectivamente, Bernardo Ruiz, otro se llamaba De Filipis y otro más Privat, que acabaría ganando la etapa. Poco después llegó todo el pelotón. Tantos ciclistas de colores embutidos en la Rambla parecía que iban a llevarse consigo los adoquines.
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